20071230

Ocho rojo


Carmelo miró el reloj. Las cuatro. Dos horas más y terminaría otra jornada de trabajo. Que Ramiro se reportara enfermo y tuviera que limpiar más zonas de las que normalmente le tocaban en el casino, donde labora desde hace 15 años, no era problema. Además de la doble paga existían las fichas, esos objetos de 2.5 centímetros de diámetro valuados según su color, que de vez en cuando se les caen a los clientes cuando alcanzan altos estados de ebriedad o ilusión. Hacía mucho que ya no le causaba asombro ese oasis en medio del desierto, pero la posibilidad de encontrarse alguna ficha siempre le infundía cierto ánimo.
Carmelo emigró a los Estados Unidos cuando tenía treinta y dos años. Ahora ya era residente, pero no le interesaba obtener la ciudadanía. “¿Para qué?, eso no me va a dar aceptación entre tanto extraño”, le decía al único de sus hijos que decidió irse a vivir con él cada vez que lo alentaba a solicitarla. En el fondo guardaba el deseo de regresar a Oaxaca y pasar ahí sus últimos años, en compañía de su mujer y sus cuatro hijas, que aún vivían en una casa en la periferia de la capital. Era lo menos que podía hacer después de tanto tiempo lejos, pensaba.
Aparte del área de juego, el casino del Frontier tenía en cada rincón de sus 100 mil metros cuadrados televisores que transmitían todo el tiempo competencias deportivas y carreras, un bingo room y cientos de slots, una junta a otra, formando decenas de filas: el camino que Carmelo debía recorrer y limpiar de lunes a sábado. “La fantasía de veinticuatro horas al día es para los dueños de los casinos y para aquellos que van a entregar su dinero a cambió de un poco de ficción, no para mí,” decía siempre a los paisanos que le hablaban por teléfono cuando le preguntaban cómo era trabajar en ese lugar.
Aquella tarde, pasadas las seis, cruzó el estacionamiento; subió a su Corola 81 y fue a casa. Antes de meter la llave en la cerradura, escuchó que el teléfono sonaba. En su intento por abrir rápidamente se le cayeron las llaves; las recogió acucioso y abrió la puerta. El teléfono seguía sonando. Alcanzó a contestar. Era Luis, su compadre, de quien había recibido una media docena de llamadas los últimos dos años. Sin embargo siempre terminaban hablando del mismo asunto: palos de escoba.
—Mira, compadre, todavía tengo las dos máquinas para hacer palos de escoba, esas que te conté que me vendieron bien baratas en un tianguis —le dijo emocionado—. Son muy fáciles de usar, si encontramos compradores podemos hacer hasta cinco mil piezas al día con cada una de ellas. ¿Te imaginas, Carmelo?, ¡cinco mil piezas con cada una!
A diferencia de Carmelo, Luis nunca dejó Oaxaca, vivió con su familia hasta que su esposa murió. Fue entonces que sus tres hijos tomaron rumbos distintos y ya casi no lo visitaban. La permanente soledad no le dejaba mucho tiempo libre, al menos no tiempo útil, pero sí la ilusión de empezar su propia empresa. Para echarla andar necesitaba un socio, y el más indicado era su compadre, con quien corrió grandes aventuras durante la adolescencia.
—Si tuviera tiempo y salud lo haría yo mismo, pero ya sabes cómo ando —insistió—. Y mis hijos están en lo suyo y no les anima la idea de trabajar conmigo. Creo que nada más están esperando a que me muera para quitarse el peso de encima. Lo que no comprenden es que yo todavía no me quiero morir. Por eso necesito que me ayudes.
A Carmelo tampoco le animaba la idea de hacer palos de escoba. “¡A quién chingados se los vamos a vender!, sobre todo cuando ya hacen de plástico los mangos de las escobas”, pensaba.
—No sé, compadre, he pasado los últimos quince años de mi vida con un palo de escoba en las manos. La verdad es que no quisiera tener que estar más años así —le respondió indiferente.
—Sí, compadre, pero no es lo mismo usarlos que hacerlos. Además acá en Oaxaca hay harta madera y bien barata. ¡Anímate, juégatela conmigo!
—No sé qué decirte, compadre. Lo voy a pensar —remató, como ya era costumbre cada vez que Luis le mencionaba el asunto, por eso Carmelo nunca le llamaba por teléfono, para no tener que darle largas.
Al día siguiente el casino estaba a reventar. Era Semana Santa, Easter le llaman los gringos. Carmelo seguía sin entender qué tenían que ver los huevos con esas fechas que para él eran tan religiosas. Sin embargo, en esos días aquello se llenaba. Había gente de todo el mundo con margaritas en la mano, queriendo ser alguien; usaban las slots, jugaban a la ruleta, al blackjack, al póquer y a los dados: tragaban el anzuelo de hacerse ricos en un instante. En sus años trabajando en el Frontier había visto a muchos apostar fortunas en unas cuantas horas. “¡Qué poca madre!, uno sufriendo para ganarse unos pocos dólares y estos güeyes tirándolos a montones como a un pozo sin fondo”, se decía. De pronto, sintió una mano que lo jaló del hombro. Al darse vuelta lo recibió una voz que emanaba un fuerte olor a alcohol. Era de un hombre con la mirada desorbitada que bebía apuradamente su trago.
—¿Por cuál vas, amigo, cuál crees que es el bueno? ¿El ocho rojo?
Carmelo se puso nervioso, miró hacia todos lados, como quien está a punto de robarse algo, pero al fin respondió.
—No sé, señor, el que usted escoja es el bueno, el ocho rojo puede ser.
—¡Eso chingaos!... ¡Van cien al ocho rojo! —gritó el hombre y colocó un par de fichas en la casilla correspondiente.
El crupier puso a girar la ruleta y soltó la bolita. Era Jack, un gringo, como el clásico gringos, güero de ojos claros, con un gafete a la altura de la solapa que decía su nombre. Aunque no tenía permitido cruzar palabra o interactuar con los clientes del casino, Carmelo permaneció junto al hombre, que evidenciaba buena estatura y corpulencia, con la mirada clavada en la ruleta, esperando el momento en que se detuviera. No era la primera vez que un cliente borracho le pedía un consejo, pero aquél a leguas se veía que era mexicano, del norte, el sombrero, las botas y lo confianzudo lo delataban. Por eso, en un acto solidario, deseó que la bolita cayera en el ocho rojo. Y mientras la ruleta daba vueltas y vueltas el norteño seguía recetándole su aliento alcohólico y sacudiéndolo levemente de vez en cuando con el brazo que había puesto por encima de los hombros de Carmelo, con el otro cogía un escoses en las rocas. Poco a poco la ruleta se fue deteniendo, pero la bolita aún no se posaba en ninguna de las treinta y ocho casillas. Los ojos y callos en las manos daban la impresión de que Carmelo había barrido el país entero.
—¡Vamos ocho, vamos ocho! —repetía como un mantra.
Carmelo lo secundaba en silencio.
—¡Eighteen black! —lanzó el crupier güero.
El hombre miró a Carmelo haciendo una mueca y encogiendo los hombros.
—¡Ahh, qué mas da, no siempre se gana! —dijo sin chistar, como si perder cien dólares fuera como aventar una piedra a un río por el puro placer de escucharla caer en el agua y luego observarla desaparecer.
Al ver que su compañero gringo limpió las fichas de la mesa, Carmelo decidió hacer lo propio con el piso del área de juego. Lo hacía pensando en sus hijas, en Oaxaca, miraba al pasado aferrado a la escoba del presente. No bien lo hacía cuando escuchó —¡Espérese, paisano, no se vaya! —le dijo cogiéndolo nuevamente del brazo—. Vamos a apostarle otra vez al ocho rojo.
—No, señor, yo no puedo estar con usted —respondió rápido y escueto, como emulando a un ventrílocuo para que nadie lo viera hablar con el norteño—. Está prohibido que los empleados de limpieza tengamos contacto con los clientes, entiéndame, además hay cámaras por todos lados.
—Está bueno, paisano, yo seguiré apostando hasta que salga el pinche ocho rojo —volvió a decir, mirando a Carmelo, con un derrame en uno de sus ojos verdosos, a causa de un par de noches de fiesta—. Pero si estos güeyes le dan problemas no se apure, yo le doy trabajo en mi rancho —remató, depositándole un par de sus fichas en la bolsa superior del overol.
El paisano era de Sonora, se dedicaba a la crianza de miles de cabezas de ganado, de eso había hecho una fortuna y de vez en cuando iba a tirarse unos miles de dólares a Las Vegas. Ese día Ramiro tampoco fue a trabajar, seguía enfermo. Nuevamente Carmelo tuvo que trabajar doble. Luego de limpiar el bingo room volvió a pasar por la ruleta con su escoba y un carrito cargado de basura. Allí seguía el ganadero, se había puesto unos lentes oscuros pero seguía bebiendo escoses. Carmelo lo pasó de largo cruzando el casino hasta llegar a la pequeña puerta por la cual tenía que salir a la parte trasera y depositar la basura en los contenedores: papel con papel, plástico con plástico, latas con latas. “Pinches gringos, son reescrupulosos con la puta basura”, pensó. Aprovechó ese momento para platicar con Juan, un mesero que se había sumado no hacía mucho a la lista de los tantos paisanos que trabajan en el Frontier. El también tenía un gafete con su nombre. Fumaba
—¡Me encanta el Easter! —le dijo emocionado.
—Sí, es chingón, pero nos traen en friega —objetó Carmelo.
Juan le pegó una última calada a su cigarro y lo tiró. Luego lo aplastó con el zapato y miró a su compañero afanador.
—¡No te quejes! —espetó y entró de vuelta al casino.
El resto de la jornada se le fue limpiando la zona de slots. Al acabar, pasó a recoger la basura al área de la ruleta y el blackjack, donde visiblemente más borracho el ranchero seguía apostando al ocho rojo. Una vez que estuvo en la parte de servicios, miró el reloj; faltaba una hora para terminar su turno y tenía que darse otra vuelta por el bingo room. Lo hizo y en punto de las seis terminó. Se dirigió luego a los casilleros del personal y cambió su uniforme azul por sus vaqueros negros y una camisa de algodón a cuadros verde con blanco. Salió del Frontier por el acceso asignado para los empleados que da al estacionamiento. Como todos los días, se dirigía a su Corola cuando se encontró con el norteño que intentaba abrir, sin éxito, su troca Lobo negra del año.
—¡Hey! —le gritó tambaleándose el ranchero cuando lo vio pasar—. ¡Ayúdeme a abrir esta madre, no sea ingrato!
Carmelo dudó, pero finalmente se acercó.
—Mire, la verdad no creo que sea conveniente que usted maneje, está muy tomado.
—¡Ah, cabrón! ¿Y quién chingados es usted para decirme qué tengo y qué no tengo que hacer? —dijo el norteño, agitando con torpeza la manos.
—No, yo no soy nadie, sólo quiero ayudarle —argumentó tranquilamente—. Usted hace rato me preguntó que por cuál iba en la ruleta y yo le respondí que tenía prohibido hablar con los clientes —siguió en el mismo tono—. Ahora me pide que le ayude y lo único que puedo aconsejarle es que no es conveniente que maneje.
—¡Ah, pues sí! Ya decía yo que se me hacía conocida su cara.
Logró abrir la puerta de la troca con la ayuda de Carmelo.
—Mejor recuéstese un rato en el asiento y luego se va, al fin que el estacionamiento está abierto toda la noche, nadie lo molestará.
El ranchero movió la cabeza de arriba a abajo. Se quitó su sombrero negro de piel y se tendió sobre el asiento. Acostado siguió hablando.
—¿Sabe qué, paisano?
—¿Qué?
—Nunca salió el pinche ocho rojo… Pero si usted quiere nos regresamos para ver si sale, sólo porque usted me cayó bien, se ve que es como yo, de los que no se rajan.
Carmelo no respondió. Lo miró un instante y le acomodó las piernas dentro de la camioneta. Luego le puso las llaves en una de sus manos.
—Cuídese —dijo sencillamente—. Ya habrá otros días para apostarle al ocho rojo.
Cerró con seguro la puerta de la camioneta y se dirigió a su auto. Las luces de algunos hoteles y casinos ya se habían encendido esa tarde de verano. Algunas prostitutas ya se paseaban por los alrededores y grupos de jóvenes tomaban las calles, gritando desde sus autos descapotables circulando por las avenidas.
Media hora más tarde llegó a su casa. No había nadie. Caminó hasta la sala para derrumbarse en el sillón, adonde llegaban los últimos rayos de sol colándose a través de la ventana. Sentado ahí echó una mirada por todo el lugar, como quien llega a lo alto de una montaña y contempla un paisaje desconocido. Se rascó la barba. Pensó en el norteño, que seguía dormido en el asiento de su Lobo negra, balbuceando “osho rojjjj, osho rojjjj, oshoo rrjj”, en cómo habría de despertar al día siguiente con una resaca diabólica, abandonado y solo en el estacionamiento del Frontier; pensó que si habría alguien que lo estuviera esperando.
Encendió el televisor. Se incorporó luego para ponerse de rodillas y asomarse debajo del sillón. Ahí estaba lo que buscaba. Metió una mano para coger la agenda, se incorporó y halló en ella el número. Levantó después el auricular y comenzó a marcar.
—¿Bueno? —escuchó del otro lado.
—¡Qué pasó, compadre!


Ocho rojo, cuento que forma parte de la serie homónima. Abril 2006.

20071229

Cuarenta grados


Ves un lago como un espejo lejano, siempre a la misma distancia. Luego tienes la impresión de que miras el mar y hasta crees escuchar el tumbo de las olas agolpándose en la playa. Todo es una ensoñación. Caminas delante y detrás de otros tantos que como tú darían lo que fuera por un poco de agua. Lo que fuera, porque ya ninguno de los que quedan quiere llegar, sino nunca haber llegado hasta este lugar cuyas orlas están en algún punto de Sonora y en algún otro de Arizona.
Nadie habla. Hacerlo es acabar con la poca energía que aún guardan sus cuerpos. Sin embargo, de vez en cuando se repasan los rostros enjutos y renegridos para contarse y comunicarse unos a otros a qué distancia están de extinguirse. Deambulan sin rumbo entre nopaleras, biznagas y varas prietas, deseando encontrarse con eso de lo que un día antes se escondían: la Border Patrol. Y nada. Nadie. Sólo restos de comida, una que otra botella, que se arrebatan para sorber sus últimas gotas de agua, y ropa, o pedazos de ella, señalan el camino que antes otros habían seguido para llegar al país donde todos tienen un sueño. Tú también. Lo malo es que no llegan. La marcha insiste en prolongarse y la temperatura en subir.
Ya no puedo más, alcanza a vociferar un hombre. No bien lo hace y se desploma sobre la tierra. Un ataque fulminante por insolación; su cuerpo supera los cuarenta grados centígrados y, para refrescar la piel, se le dilatan los capilares sanguíneos. Casi al mismo tiempo las proteínas comienzan a desgarrarle los músculos, mientras su sistema se va cerrando en partes, uno a uno: el hígado, los pulmones, el corazón, el cerebro. Todo en él se detiene.
Estás muy cansado para sobresaltarte y aquel hombre, del cual sólo sabes que venía de Chiapas, te obliga a detener el paso para arrastrarlo hasta la tantita sombra de unos ságuaros plagados de mayates. Desde ahí sigues con la mirada los pasos desfallecidos del ralo grupo de trasijados que se han vuelto en el transcurrir de casi tres días errando por ese lienzo seco que es el desierto. Ya nada más son ocho de diecinueve que comenzaron el viaje. Pero sus rostros cansinos aún los acompañan. Sabes que se van repartiendo la muerte en turnos.
En este punto el viaje comienza a tomar tintes enloquecedores. Por eso desistes de seguir animando a tu sobrino, y al amigo de éste, con quienes saliste de Tlacolula. Piensas que lo mejor sería que se quedaran allí, para esperar a la migra, aunque temes que puedan morir de hambre o deshidratación. O en el peor de los casos, acabar siendo alimento de coyotes y chirrioneras. Pero no pueden dejar el cuerpo de ese hombre, del que lo único que sabes es que un día dejo un pueblo cualquiera en Chiapas. Juntos deciden sentarse debajo del sol para constreñir las horas de infierno al que, voluntariamente, se han arrojado como un manojo de almas en oferta.
Desperdigados, unos optan por permanecer lejos de los matorrales, para al menos avizorar cualquier víbora o alacrán; otros prefieren correr la suerte y esconderse del rayo de sol. Sobre sus rostros tatemados reluce el cansancio y la desesperación.
Te quitas lo tenis. Tus pies están cocidos. Un leve viento revuelca miseria y tierra. De un mezquite arrancas unas ramas para mascarlas y engañar la sed y el hambre. Tiendes tu cuerpo sobre el desierto. Están perdidos en un pedazo de mundo de más de un millón de kilómetros cuadrados.
Cómo llegamos hasta aquí, piensas mientras el sol que te enceguece comienza a esconderse en el horizonte.
Nadie responde. Todos parecen pensar lo mismo pero nadie lo dice. Te sacas de entre las nalgas los quinientos dólares y la cadenita con la imagen de la Virgen de Juquila, guardadas en un trozo de plástico gracias a la recomendación de un fulano que conociste en Altar, adonde llegaste con tus dos encargos en busca de un pollero que los guiara por el desierto. El fulano también era devoto de la Virgen de Juquila y te aconsejó que guardaras la imagen junto con el dinero extra que llevabas. No me lo tome a mal pero mejor métasela en el culo, te dijo. Luego te puso al tanto de que era tiempo de sequía y cruzar el desierto sería difícil. Eso no te desanimó, sin embargo te preocupaba lo que tantos paisanos del pueblo habían dicho: ten cuidado con los polleros, porque luego los dejan allí, abandonados, a la buena de Dios. Sí, en serio, son muy hijos de la chingada, para ellos no somos gente, sino mercancía.
Las últimas cuarenta y ocho horas comienzan a repetirse en tu mente. No sabes si deliras, pero ves arbustos y piedras dobles.
Antes de aventurarse habías dejado a tus dos acompañantes con instrucciones de comprar botellas de agua, tabletas para la deshidratación, latas de atún y frijoles. Tú mientras fuiste en busca de uno de los tantos polleros que aguardan en ese lugar. Sí, compa, yo los cruzo, evrithinsur, dijo el primero y único al que le preguntaste. Mil quinientos dólares por cabeza, añadió con cinismo. Sabías que algunos cobraban hasta cuatro mil dólares por eso no lo pensaste dos veces.
Viajaste junto a otros en una Van, sobre el camino de vados y piedras que los llevaba a El Sásabe, última parada antes de cruzar “la línea”, adonde los reunieron con cientos como tú que esperaban agazapados el momento propicio. Todavía no daban las siete de la mañana cuando ya eran arreados por un desierto que, así de entrada, lucía apacible. No imaginabas lo que los esperaba una vez dentro. Caminaban y se escondían. Y de vuelta a caminar y a esconderse. Los mantenían apeñuscados en pequeñas trincheras. Una de esas escalas forzadas duró más de dos horas. Ahí pudiste cruzar palabras con una familia guatemalteca que también apostó a la suerte, o al destino, ya no lo sabes. Vamos para Nueva York, con la hermana de mi esposa, dijo el hombre que cuidaba a su mujer y sus dos pequeñas hijas. Todavía recuerdas que las abrazaba constantemente diciéndoles que pronto llegarían. Eran campesinos. Habían entrado por la frontera de Tecún Umán-Ciudad Hidalgo, en donde cazaron un ferrocarril para trasladarse al municipio oaxaqueño de Ixtepec. De ahí siguieron a Medias Aguas y, posteriormente, al Distrito Federal, para abordar un camión a Nogales. Eso contó antes de que reanudaran el peregrinaje que duró hasta que la oscuridad más profunda jamás vista por tus ojos los alcanzó.
Esa primera noche el aullar de los coyotes fue lo único que el frío les arrimaba cuando se hizo imposible el recorrido. Además, no era recomendable ir alumbrando con linternas un camino desconocido. Lo sabías. Y no bien acababan de tenderse sobre el páramo cuando otras luces paseándose a poco más de diez metros terminaron por obligarlos a detenerse a lado de una familia de mezquites. La migra, exclamó alguien y todos cayeron pecho a tierra, calladitos, sin moverse ni tantito. Cuando la luz que se movía bailando una danza absurda los alcanzó varios se levantaron y echaron a correr, adentrándose a toda prisa en la negrura del terruño, dejándolo todo, incluso al pollero. Stop. I saw someone, escuchaste que gritaban. Oculto entre los rastrojos viste apearse de la camioneta a cuatro de los seis agentes de migración. Traían linternas en la mano y pistola en los cintos. Los que permanecieron en el interior de la patrulla siguieron la marcha con la intención de capturar a los que se fugaban. Corriste con otros del grupo por esa parte del desierto que los indios Tohono’odham llaman su valle sagrado. ¡No se separen, sigan por acá!, les dijiste apagando la voz mientras corrían entre palos verdes, huizaches y ocotillos. No pararon hasta que tuvieron la certeza de que nadie venía detrás de ustedes. Cuando se volvieron a contar ya solo eran trece: once hombres y dos mujeres. La familia guatemalteca y otros dos fueron capturados. Seguían en tierra de nadie.
Poco antes del amanecer y después de haber caminado por varias horas decidieron descansar. Pensaste que en medio de tanta oscuridad eso sería lo mejor. No bien se acomodaban al lado de un montículo de tierra cuando nuevas voces aparecieron rebanando el silencio. A ver hijos de la chingada, ya se los cargó la verga. Me van a dar todo lo que traigan si no quieren quedarse aquí tiesos para que se los traguen los coyotes, dijo uno de ellos. Esta vez no era la migra, sino un grupo de asaltantes que ocultaba su rostro con pasamontañas. Fueron ellos los que violaron a las dos mujeres. Mientras todo aquello ocurría tú y los demás permanecieron hincados frente a unos ságuaros; recibiendo puñetazos y patadas, escuchaban gritos sin poder ni querer hacer nada, entregando lo poco que les quedaba a aquellos hombres. No supiste qué hacer cuando viste que a una de ellas la dejaron inconsciente a punta de golpes. Los jirones de su cabellera negra que quedaron enredados entre las biznagas el viento se los fue llevando lentamente. La otra ni ruido hizo cuando le tocó turno. Los minutos de silencio siguientes te preguntabas por qué no los habían matado. Pensabas que tal vez los hombres habían visto a la migra cerca y se fueron rápido para no correr riesgos.
Tras lo ocurrido las opiniones se dividieron; unos querían permanecer allí, con las mujeres, para cuidarlas y esperar a la migra que podría no andar lejos; otros, a pesar del frío, preferían seguir adentrándose en el desierto, aún con la ilusión de llegar a un poblado, el que fuera. Seis optaron por lo segundo. Y avanzaron con más esperanza que fuerza. Detrás de ustedes el sol despuntaba. Todo ese día y su noche caminaron sin encontrar nada. A veces tenías la impresión de pasar por los mismos lugares, todo lo veías como un polvoriento azur que se repetía cada tanto. Mordían ramas de mezquite para extraer un poco de jugo. Así estuvieron hasta que les amaneció otra vez.
Ya empieza a anochecer. Estás junto al cuerpo de un hombre del que lo único que sabes es que venía de Chiapas. No lo puedes creer, piensas que todo es un error, un truco de la mente, un mal sueño. Debimos quedarnos con las mujeres para esperar a que la migra nos recogiera, le dices a los demás, aunque los demás no dicen nada. Todos están igual que tú, tendidos de cara al cielo, con quemaduras de segundo y tercer grado en el rostro y con los pies cocidos de tanto caminar. De pronto, crees escuchar el rumor sordo de unos motores. Dudas. Aprietas en tu puño derecho la medalla de la Virgen de Juquila y los quinientos dólares. Te esfuerzas por levantar la cabeza. A través de tus párpados entrecerrados por el sol que se esconde en el horizonte ves a lo lejos una nube de polvo que se acerca.


Cuarenta grados, cuento que forma parte de la serie homónima. Noviembre 2007.