20100202

Fauna fantástica

A Francisco Toledo

El día de la inauguración la galería se ha abarrotado de admiradores, compradores, conocidos, periodistas, lambiscones, curadores, alcohólicos disfrazados de amantes del arte, y uno que otro verdadero conocedor. Todos habían estado esperando ese momento. El artista, tras años de trabajo en los que permaneció aislado, por fin presenta su nueva producción. Todos, de una u otra forma, están sorprendidos.
Una serie de cuadros colman las blancas paredes del recinto. El imaginario que habita en las obras es una fauna fantástica llena de colores con tonos terracota. Los trazos son impecables. Hay murciélagos, conejos, alacranes, changos, cangrejos, cocodrilos, coyotes, sapos, chapulines, elefantes, arañas, tortugas. Insuperable museografía. Texto de sala sobrio. La obra habla por sí sola, dicen algunos, mientras arquean las cejas.
Los cuestionamientos arrinconan al artista contra un pilar. Responde con evasivas. Nunca le han gustado las entrevistas. Lluvia de flashes. Una, dos, tres, cuatro preguntas y con un movimiento de manos despacha a los reporteros.
La gente se pasea con cervezas o mezcales en la mano. Remuelen con delicadeza los canapés que los meseros reparten. Nadie imagina cómo han sido concebidas esas piezas que admiran, o fingen admirar. Las comentan. Sonríen y miran a los otros. Sus gestos y movimientos son códigos inviolables. Observan al artista replegado en uno de los rincones. Nadie sabe que éste se siente amenazado. Nadie se atreve a acercarse para felicitarlo, o preguntarle sobre las majestuosas piezas que por fin exhibe.
Una hora antes el artista, para reafirmarse, ha dibujado su autorretrato junto al espejo del baño de su casa, después de que termina de ducharse. No le gustan las apologías y mucho menos las críticas. Desea no tener que asistir a la inauguración de su exposición, pero no tiene de otra. La galería ha hecho pública su presencia a los medios. El artista teme. Teme que esta vez alguien pueda descubrir lo que entraña su arte. No está seguro si le reconforta saber que posiblemente todo haya terminado. Sin embargo se viste con una camisa de algodón y unos pantalones de lino. Calza sus viejos zapatos descarapelados. Ni siquiera repara en acicalarse el cabello cuando se mira en el espejo. Es ahí, en el espejo, donde ve pasar algo detrás de él. El artista cierra los ojos. Respira profundo. Cuando los abre nuevamente no encuentra nada más que su reflejo. La casa sigue en silencio.

Apenas un mes atrás tuvo lugar la última aparición. Fueron unos sapos. El primero de ellos se movía entre las sábanas, mientras el artista dormía. Éste de inmediato saltó de la cama y al intentar ponerse los zapatos se encontró con un renacuajo gordo al que estuvo a punto de aplastar con el pie. No tardó en descubrir que el cuarto se iba llenando de sapos. Brincaban con lentitud de un lugar a otro. En la mesa de trabajo, dentro del clóset, por los libreros, sobre el buró. Descalzo salió de prisa al patio. Cientos de sapos ya habían ocupado las macetas y los pasillos, las bancas de madera y los quicios de las puertas. Los renacuajos posaban sus ojos saltones sobre el artista y emitían sonidos inflando sus enormes papadas. Aquello parecía un gran tapete verde de variados tonos. El artista se llevó las delgadas manos a la cabeza y revolvió más aún su cabellera larga y canosa. Quiso gritar, insultarlos, pero se contuvo. No quería despertar a los vecinos. Además, como de costumbre, no le creerían. El croar se hizo tan intenso que tuvo que abandonar la casa en plena madrugada. Antes de hacerlo fue a su estudio y cogió un rollo de papel de dibujo que se metió bajo el brazo. Cogió también algunos lápices que guardó con urgencia en uno de sus bolsillos. Los sapos lo tenían rodeado. Croaban y croaban. Lamían con sus lenguas delgadas y rasposas los pies del artista. Sin embargo, desde hacía mucho tiempo éste había dejado de sentir miedo. Sabía cómo hacerlos desaparecer.
Vagó por el Centro Histórico. Por momentos se sentaba en algún quicio o jardinera, y dibujaba con vehemencia. Los renacuajos que lo seguían cada vez se hacían menos. En una banca del zócalo dio los últimos trazos, hasta que los sapos desaparecieron. El artista sintió una tristeza infinita cuando recorrió con la vista la plaza solitaria y silenciosa. Regresó a su casa con varios bocetos bajo el brazo. Caminaba agotado, como un soldado que vuelve de la batalla, con la cara, las manos y la camisa manchadas de grafito, el cabello revuelto, descalzo.
Esta vez el sobresalto no fue tan grande. Pero hubo un tiempo en que realmente el desasosiego invadía al artista. La primera experiencia la tuvo en la infancia, terrible para un niño de apenas ocho años. Se trataba de un enorme cocodrilo. Era una mañana soleada. Regresaba de la escuela. Al doblar la esquina de una de las calles de su pueblo se encontró de frente con el reptil, que lo miraba con sus desorbitados ojos ambarinos. Pareciera que por lo corto de sus patas, los cocodrilos son lentos. El niño pudo comprobar que no es así, pues luego de salir del pasmo, echó a correr. El animal sólo alcanzó a darle un pequeño golpe en la pierna con su hocico. Un hocico que escondía filosas hileras de dientes. Lo primero que hizo al llegar a su casa fue comunicarle a sus padres que un lagarto se lo quería comer. La alarma de que un reptil vagaba por las calles cundió por todo el pueblo. Las autoridades asignaron a un grupo de topiles y pescadores para atrapar al animal. Nunca lo hallaron. Sin embargo, el cocodrilo seguía acechando al niño cada vez que éste salía a la calle. Pronto descubrió que el lagarto no le haría ningún daño. Simplemente lo seguía a todas partes donde el niño iba. Ninguno de sus compañeros de escuela le creían una sola palabra. Y los padres, por supuesto, sabían que su hijo tenía una imaginación desarrollada, así que hicieron oídos sordos de sus quejas. Cierto día, el lagarto amaneció echado al pie de su cama. Era la primera vez que el animal entraba a su casa. De inmediato dio aviso a sus padres, quienes, por supuesto, no vieron nada. La insistencia del niño era tal que un día los padres le pidieron que se los dibujara. Y lo hizo. Entonces el cocodrilo se esfumó. Eso fue el principio de todo. No sería la última vez que vería a ese lagarto. Ni el último de los animales que se le aparecería.
Una ocasión, apenas unos cuantos años después observó que el pueblo era sobrevolado por miles de murciélagos. Se lo comunicó a sus amigos, a sus padres y a todas las personas que se encontraba. No le hacían caso. Los animales dormían durante el día colgados de árboles y de las bóvedas de los mercados y los templos. Por la noche revoloteaban y hacían ruidos extraños. En realidad, parecían juguetear, más que andar en busca de alimento. El niño se sentaba en el patio de su casa y los dibujaba en su cuaderno. Cuando las hojas se hicieron insuficientes, tuvo que recurrir al muro de un lote baldío. Compró pintura acrílica y pintó tantos murciélagos que pronto atiborró la gran barda. Con el tiempo todos en la ciudad supieron de la existencia del mural. Lo admiraban, intrigados por la identidad del autor, que se supo unos años después, cuando el artista comenzó a hacerse famoso.
Una de las apariciones que más lo preocuparon fue la de un elefante. El artista ya era un adulto y entonces se había mudado a la ciudad. Sin embargo, aquella vez sintió un miedo terrible. El enorme elefante se paseaba por el patio de su casa en Oaxaca. El animal bebía agua de una pequeña alberca que el artista había mandado a construir para sus hijos. Comía las hojas de las jacarandas que adornaban el patio. Lo que realmente le preocupaba al artista era que si el paquidermo abandonaba ese espacio seguramente lo destruiría todo. Tenía que impedirlo a toda costa, a pesar de que empezaba a acostumbrarse a su presencia. A sus ojos tristes, su piel seca y la suavidad de sus grandes orejas. Incluso a su barritar nocturno. El artista suponía que llamaba a otros de su manada. Con toda la tristeza del mundo, un buen día cogió una gubia y comenzó a dibujarlo en una placa de metal. Extrañó durante meses al paquidermo. Pero entonces supo que su trabajo tenía un poco de heroísmo y que él era quien protegía a la ciudad de amenazas terribles. El elefante pasó a formar parte de una serie de grabados que incluían una zoología fantástica que lo llevaron a viajar por el mundo.
En París vio changos colgados de la Torre Eiffel. En Londres recorrió en compañía de miles de chapulines la National Gallery. También vio decenas de lagartos chapotear en las orillas del Támesis. En Venecia se montó en los caparazones de enormes tortugas con las que paseó por los canales. En estos viajes descubrió que no es ni ha sido él único ser que ha tenido estas visiones. No tardó en identificarse con otros artistas y escritores en sus mismas condiciones. Se acostumbró a convivir con esa fauna fantástica, aunque, incluso ahora, nunca faltan los sobresaltos, sobre todo por lo imprevisible de su llegada.

La gente se empieza a retirar, muy pronto las obras dejarán de ser suyas. Todo mundo las ha estado esperando. Las fichas técnicas de las piezas empiezan a ser marcadas con etiquetas rojas. Vendida. Vendida. Vendida. Con nostalgia las contempla por última vez. Y se va, sin despedirse de nadie. Camina con una ansiedad incontrolable las pocas calles que lo separan de su casa. Al llegar, no encuentra changos ni chapulines ni cangrejos. No escucha el croar de sapos o el barritar de elefantes. El artista se encuentra muy triste. Contempla su autorretrato en una de las paredes del baño. Lo acaricia. Luego se dirige al patio, con la esperanza de ver un murciélago volar. Tal vez un lagarto salga de la piscina. Nada se manifiesta durante las dos horas que permanece sentado en una silla de madera. Cuando está a punto de resignarse e irse a dormir, escucha, sin asomo de estupor, un ruido de pezuñas acercándose. Es un xoloitzcuincle. Le lame la mano. El artista sonríe y acaricia la piel lampiña y caliente del animal, hasta que es vencido por el sueño. Antes de que el sol despunte, el perro ladra y ladra sin parar. Corre frenético por toda la casa. El artista despierta. Se irrita. Por un instante piensa en que debería dibujar al xoloitzcuincle, pero no lo hace. Está cansado de sentirse tan solo.

Cuento publicado en la revista Metapolítica

20090803

La mariposa púrpura

Me puse a mirar a una güera de ojos azul claro y cabello corto que cruzaba el zócalo. Iba librando obstáculos en compañía de otras dos güeras, un poco gordas, pero con mochilas idénticas. No me llamó la atención su blancura translúcida, sino la mezcla de asombro, desprecio y compasión en sus rostros al descubrir el paisaje. El paisaje éramos nosotros. Lejos habían quedado de ser atractivos los restaurantes de los portales, la catedral o el inútil monumento erigido justo enfrente a ésta para quién sabe qué héroe de quién sabe qué batalla. Además, como el gobierno tumbó varios laureles cuando remodeló la plaza y sembró en las jardineras centenares de plantitas, que tristemente han ido muriendo, a los turistas no les quedaba de otra que mirarnos en medio de pintas, lonas, carteles, mantas y casas de campaña improvisadas. 
Sí, allí estábamos de vuelta. Dispersos. En compañía de maestros de todo el estado y otros tantos que como nosotros se unieron a la lucha. Yo aún no tengo claro por qué lo hice. Quizá para hacer bulto y aventarles piedras y molotovs a los ojetes policías municipales que levantaron a madrazos el plantón la primera vez. Tal vez estaba aburrido por el paro de clases en la prepa, porque ni parientes maestros tengo. Creo que lo que me movía a estar ahí era la pinche adrenalina. Después de todo era placentero tomar la ciudad, destrozarlo todo, reescribir la historia sobre la arquitectura de uno, dos o tres siglos atrás. Lo cierto es que al final descubrí que las consecuencias de algunos actos sólo se hacen evidentes una vez que culminan. Mientras tanto uno se hace de la vista gorda, porque de sobra sabe que el futuro siempre fracasa. 
Las güeras nos pasaron de largo. Yo, con mi bastimento de bombas formaditas, y oliendo a gasolina, ni para acompañarlas a buscar hostal. La que estuve mirando tenía tatuada una mariposa púrpura que daba la impresión de revolotear alrededor de sus nalgas, las cuales imagino más blancas todavía que su rostro. Un compañero que también les echaba ojo me dijo, mientras amontonaba piedras y reforzaba con cinta de aislar su resortera, que si los del gobierno fueran inteligentes propondrían un turismo alternativo: “En vez de la Ruta Dominica, a cambio de cien varos deberían darles su pedazo de cartón, una molotov y ponerlas a que pasen la noche en una casita de campaña, de las de nylon, para que se sientan revolucionarias, pinches güeras”. Y es que a pesar de todo el desmadre no dejaban de llegar extranjeros a Oaxaca. Quizá no hubiera sido mala idea comercializar la desgracia. 
Pero esa noche sí estuvo cabrona. Por ahí de las diez nos llegó el pitazo de que nos echarían un comando para recuperar las instalaciones del Canal 9 y la estación de radio. Ya no se sabía si creer o no porque todas las noches era la misma chingadera. Puros pinches calambres para que nos estuviéramos quietos. Sin embargo había que estar alertas, así que el gordo nos mandó como a treinta de nosotros a la Plaza de la Danza, frente al Palacio Municipal, para resguardar esa entrada. A otros tantos los envío a hacer lo mismo en el cerro del Fortín. Ahí íbamos todos, bajo el escrutinio habitual de la poca gente que transitaba, con cierta embriaguez de euforia paranoica carcomiendo nuestras la lenguas. Recuerdo que me ardían los ojos. No sé si a causa del viento que corría revuelto con el gas lacrimógeno de días anteriores, o por la gasolina, la pólvora y el sudor, o tal vez todo junto. No bien habíamos instalado la barricada cuando unos compañeros bloquearon la calle de Crespo con unos camiones que secuestraron. Ya habían puesto un par de ellos en calzada Tecnológico y otros tantos en la carretera que pasa a las faldas del cerro. Los vi tapar también Morelos desde el campanario de la iglesia de San José mientras le amarraba un mecatote a la campana para avisar cuando se apareciera la municipal. Los campanazos y los cohetones incitaban a los vecinos a echarnos la mano. Más tarde, de los urbanos bajamos costales con arena, piedras y llantas viejas a las que les prendimos fuego. Para obstaculizar el camino quebramos la cantera de la plaza y apilamos grandes trozos sobre Crespo y Morelos. No sé quién trajo la mesa de madera y los rollos de malla ciclónica, pero en ese momento cualquier cosa nos era útil. Hubo quien colocó hasta un catre con todo y colchón. 
Pusimos a calentar agua para hacer café y nos sentados alrededor de una pequeña fogata. Escuchábamos atentos la radio en un aparato más viejo que Monte Albán. El locutor hablaba de reforzar el movimiento y daba instrucciones para llevar a cabo mega-marchas, tomas de dependencias públicas y bloqueos de carreteras en los siguientes días. Hasta que el gobierno notara que nuestra presencia no le daría tregua. Dijo que el ataque era inminente, que estuviéramos preparados. Fue entonces que comencé a jalar de la cuerda. La campana sonaba violentamente. Un compañero soltó cohetones que al estallar en el cielo nublado repetían su sonido seco en los callejones del barrio. Otros dos corrieron con una garrafa de gasolina rumbo a Crespo para prenderle fuego a uno de los camiones. Alguien más atizaba la barricada de llantas con las patas de la mesa. Con bazukas de pvc, molotovs y resorteras en mano, el resto apostaron sus ojos inquietos sobre Morelos. Se habían cubierto el rostro para evitar la humareda y no ser captados por el ejercito mediático que documentaba el movimiento. 
Los cohetones reventaban sin parar. La columna de humo crecía mientras el camión se hacía un enorme fósil urbano, una herida social que al día siguiente la clase trabajadora padecería. El fuego se volvió un dios y nosotros los paganos que expiarían la historia, o la memoria, en un puro acto de fe, o de estupidez. Su reflejo en nuestras pupilas nos enardecía. Sin embargo, ese pinche fuego y su entraña de furia nos daba la mismita certidumbre que dan los abismos, los torbellinos y los huracanes. Por un momento, mientras contemplaba las llamas que consumían al camión, pensaba en ese par de nalgas blancas, en aquella mariposa púrpura. Ya no sabía si era yo quien jalaba del mecate, pero la campana seguía sonando. 
El humo inundó mis pulmones. Me sudaban las manos. El locutor nos mantenía alerta, pero allí no escuchábamos nada que no fuera el crepitar de la lumbre, los fierros y la madera venciéndose, los pasos apurados de otros compañeros sobre el empedrado. Nos hicimos más, el doble, creo. Algunos vecinos se nos unieron con palos y tubos. Nuestro nerviosismo se tornaba en sombras gigantes que bailaban en las paredes de cantera del templo. Mensajes de texto iban y venían en los celulares: debíamos estar atentos por si atacaban las barricadas. Y nada. 
Hasta poco después de las tres de la mañana no hicimos otra cosa que repasarnos las caras entre volutas de humo. En profunda calma, pero con una inquietud terrible, comimos bolillos y tlayudas remojadas de salsa y frijoles que alguien nos trajo. Aticé el fuego, ya con mi playera amarrada al cuello, para cubrirme la boca e infundirme el anonimato necesario de un héroe irresoluto que abriga orgullosamente la convicción de sus actos. El locutor seguía llamando a la gente a proteger la estación desde donde transmitían. 
El humo se hizo una cortina pesada, por eso no vimos cuando se acercaron las motocicletas, pero sí escuchamos sus motores, el tracatraca de la metralleta con la que nos disparaban. Unos compañeros bajaron por la iglesia de La Soledad para salir a Avenida Independencia. Yo, junto con otros, corrí sobre Morelos, en sentido contrario de donde llegaron esos cabrones. No pudimos hacerles frente, porque además pasaron hechos la raya, pero aventamos algunas de mis molotovs y uno que otro bazukazo, aunque fue sólo para hacer ruido. Hijos de su puta madre, así fueron tirando balas por donde se encontraron barricadas. Eran municipales y porros, no supe cuántos, pero no muchos. Poco a poco regresamos a nuestros puestos. Nadie salió lastimado, a excepción de un compañero que se abrió la cabeza al caerse de las escaleras de la iglesia de La Soledad mientras huía. Alguien llamó a la radio para avisar que nos habían atacado. El locutor corrió la voz. Nuestros corazones revolucionados latían a un ritmo distinto de aquellos que dormían, pero al mismo que el del fuego que ardía a unos metros. Nada nos intimidaba. Era el fuego. Su ardor nos llenaba de valor. No pensábamos, esperábamos, cualquier cosa, sin saber del tiempo ni de las consecuencias. 
Los mensajes de texto seguían llegando. El gobierno mandó a otros hombres a balacear los aparatos de transmisión en el cerro del Fortín y a todo el que se atreviera a impedirlo. Algunos compañeros se movilizaron para resguardar las antenas. Pero ya era demasiado tarde, la señal se había cortado. El sobresalto de unos minutos cedió al silencio de los templos iluminados por un fuego menguante. Pero la tensión duró un par de horas más. 
La radical evolución del color del cielo nos trajo de vuelta. El urbano ya era puros fierros humeantes: un dinosaurio cuyos restos nadie se ocuparía en rescatar, la imagen de la batalla que junto con otras tantas completaría las galerías de los diarios. Sólo el gimoteo de un anciano y las veladoras olvidadas a las puertas de la iglesia de San José rendían un último tributo a la noche derretida por las llamas. No había más café, pero comenzaban a escucharse algunos rumores: la ciudad despertando del largo sueño que vigilamos un puñado de hombres y mujeres al que muchos se empeñaban en llamar facineroso. Agotados, los más se dispersaron, los restantes echamos agua y tierra al agonizante fuego de la barricada. Las enormes llantas y la madera se hicieron un recuerdo de tizne en el pavimento, como las pintas en la cantera de todo el centro se hicieron voces intentando hacer transparente lo que otros habían estado reprimiendo. La radio era puro ruido blanco. Mensajes de texto llovían en los celulares, dando las instrucciones de lo que debíamos hacer en respuesta: tomar a primera hora cuantas estaciones de radio pudiéramos. 
Media docena de nosotros regresamos al zócalo. Mantas, lonas y carteles habían cubierto la totalidad de la plaza. En uno de los costados, un televisor y varios botes de basura humeaban. Éramos como astronautas visitando por vez primera un planeta asolado por un cataclismo e infecto de gases. Subimos al kiosco con la derrota en las pupilas. Desde ahí me puse a mirar a la güera de ojos azul claro y cabello corto. Ahora reía a carcajadas. Iba trastabillando en compañía de las otras dos güeras y de tres hombres que las olfateaban mientras las cogían por la cintura. Esta vez ninguna de ellas reparó en el paisaje. La mariposa púrpura daba un último revoloteo antes de perderse en su santuario. 

Cuento publicado en la revista Metapolítica

20080918

El Parque del Amor

Benjamín despierta y todo sigue oscuro. Un par de libros en la mesa, trozos de pan y trastes de plástico sucios. Salvo el teclado de viento, las dos sillas, la cama, un radio viejo y la cómoda sin puertas, no hay más en ese pequeño cuarto al sur de la ciudad. Deja la cama y se acerca a la mesa para comer algo. A tientas coge un pedazo de bolillo. Lo acerca a su nariz. Lo muerde. La textura crujiente se va haciendo masa chiclosa con sabor a sal y levadura. Encuentra el cartón de leche. Olfatea. Sorbe hasta dejarlo vacío. Escucha en sordina una cumbia mezclándose con el llanto triste de un bebé. Provienen del cuarto contiguo. Un poco más lejos se enciende el motor de una licuadora y cesa unos segundos después. Jala una de las sillas y sube en ella para abrir la pequeña ventana. Gritos de niños entrando al kinder frente a la vecindad resuenan en las concavidades de su cuarto. Los atestiguaba con añoranza. Sonríe. Sabe que ahora sus piernas se mueven lentas, pero recuerda que no hacía mucho tiempo él también corría y jugaba y gritaba. Decide no bañarse porque hace frío y no tiene con qué calentar el agua. Confía en que tal vez eso le traerá suerte. A unas cuadras la campana del templo comienza a llamar a misa. Veintiún campanadas. Un mensaje celestial dirigido a él, con sus veintiún años. Se cambia de ropa porque duerme con la misma que ha usado durante el día. Se pone los viejos tenis. Tropieza con una de las sillas antes de salir con su teclado terciado al patio compartido con otros catorce inquilinos. Una vez más su camino es obstaculizado por una telaraña de mecates de donde penden ropas de todo tipo. Su andar es más lento que de costumbre por la negligencia del municipio. No tiene de otra.
Las bocinas de los coches han dejado de ponerlo nervioso luego de un año viviendo en la ciudad. A las diez tiene que estar en la Biblioteca Jorge Luis Borges. Antes pretende hacer unos cuantos pesos para comprar una torta de quesillo con doña Mary. No le gusta llegar con el estómago vacío. Piensa que sus compañeros y la maestra Lanchis pueden escuchar el sonido de sus intestinos devorando los restos de pan y lo que le queda en el estómago de la cena anterior: memelas con asiento y queso en la esquina de su casa. Sólo en contadas ocasiones se da el lujo de comerse una tlayuda. Sabe bien que los caprichos no son para los pobres, su madre se lo dijo el día que no le alcanzó el dinero para comprarle unos carritos de plástico en el mercado del pueblo.
Vacila por una de las orillas del Parque del Amor antes de abordar el primer camión. Percibe que hay más tráfico que de costumbre. Recuerda que el día anterior los maestros anunciaron una megamarcha que partiría con rumbo al Centro Histórico de uno de los tantos monumentos a Benito Juárez que hay en la ciudad. Sus clases no serán interrumpidas por el paro y podrá presentar el examen final para el que ha estado estudiando toda la semana. Si lo pasa en un mes recibirá su certificado. La ciudad no le gusta. Tal vez podrá regresar con su familia. Extraña las historias que cuenta el abuelo. La temperatura de la mano callosa de su madre acariciando su cabeza. Echa de menos el olor del campo de azucenas. El mugir de los becerros y el cantar de los gallos. Las notas de la banda ensayando en el atrio del templo perdiéndose en la cordillera de cerros. Su perro ladrándole a las veredas y al caudal del río. El humo que recuerda Benjamín es el de la leña con la que se cuecen los frijoles y las tortillas de mano. El de la roza para preparar la siembra. No el de los autos circulando a toda prisa por el periférico o el que trae el viento por las noches cuando los manifestantes queman barricadas o camiones en las calles. Sin embargo, eso de extrañar le dura poco. Puede recurrir a sus lugares en cualquier momento, sin prisa. Ahí están todo el tiempo, en su mente. Ahora debe concentrarse en la construcción de las oraciones: sujeto, verbo, predicado, modificador directo, modificador indirecto. Pronombres personales: mío, tuyo, suyo, nuestro…
Busca el puesto de dulces de Elvira. No lo encuentra. Ella viene varias cuadras atrás empujando un diablito cargado con su mercancía. Un par de huacales y una tabla. La imagina acercándose. Piensa en su voz adolescente. El cálido tono de esa voz honesta que se entrecorta cuando despacha. Que de pronto parece vibrar como un pájaro atrapado en un puño cuando se dirige a él y le preguntaba qué es lo que le enseñan en la escuela. Elvira no sabe leer ni escribir. Apenas y tiene cabeza para hacer cuentas de cuánto cobrar por tres cigarros sueltos, dos chicles, una paleta y un chocolate. Él le platica todas las mañanas. Repasan juntos las tablas de multiplicar. Se saben perfectamente hasta la del ocho. Conocerla con exactitud a partir de su voz le da confianza. Decide sentarse a esperarla en una de las bancas que encuentre vacía. Primero tiene que dar una vuelta y salirse de la ruta acostumbrada. Desde que entró la Policía Federal a la ciudad cada vez son menos los camiones que circulan. Piensa que tal vez no es buena idea subirse a tocar en uno pues con seguridad vendrá atascado de gente y le costará trabajo desplazarse a la hora de pedir la cooperación. Durante la luz roja del semáforo escucha en la radio de algún auto que la megamarcha avanza lenta por casi un kilómetro del periférico. No muy lejos de donde se encuentra. Elvira está cada vez más cerca de la esquina del Parque del Amor. Hace menos de seis meses que instala su puesto. Camina de prisa pensando que tal vez sus padres, que para esa hora ya reparten nicuatole y arroz con leche en los comercios de la zona, se enojarán con ella por llegar tarde a ponerse.
Los camiones van a tope. Los conductores rebasan automóviles para subir a la mayor cantidad de gente posible y recorrer las rutas en menos tiempo. El ruido de las bocinas pitando en todas direcciones opaca incluso el de los motores. Uno de ellos viene pidiéndole a la gente que se acomode. Atrás hay lugar. No está de buen humor. Hay carga de tráfico en el crucero del Parque del Amor. Además, los de la compañía de camiones recortan personal cada vez que pierden unidades. Unidades que, si es que las llegan a ver de vuelta, regresan grafiteadas y con los vidrios rotos cuando bien les va. Teme, como todos los demás conductores, que los manifestantes tomen la suya.
A pesar del sonido de las bocinas inundándolo todo, Benjamín repasa algunos datos en su cabeza para el examen que hará en unas horas: gerundio, ando, iendo… Tiene hambre. Antes de empezar a trabajar quiere escuchar la voz de Elvira. Ella aparece con su carrito de mandado a cuestas del otro de la calle. Al verlo le grita a por su nombre, supone que la está esperando. El conductor pega su camión a la banqueta y acelera para levantar a alguien que le hace la parada a media acera. Benjamín olvida que se ha salido de su ruta habitual al sentarse en esa banca. Se levanta para encontrarse con Elvira. La negligencia del municipio que le negó un bastón nuevo le impide darse cuenta de que bajará la banqueta.

Cuento publicado en la revista Este País

20080401

Hollywood Boulevard


Érika del Río está siempre entre Laurence Olivier, Humphrey Bogart y Grace Kelly. Ese pedazo del Hollywood Boulevard, cerca de la esquina de Vine Street, es suyo. Las estrellas en el piso le sirven para delimitar el territorio y tomarle el pulso a la noche en cada ida y vuelta.
Sí, a diferencia de las otras chicas, ella hace una especie de catwalk sobre sus tres estrellas; camina con la misma gracia que un equilibrista, iluminada por los anuncios rutilantes de bares y sex shops.
Recuerdo que la primera vez que la vi había sacado mi cuerpo del opening de una galería en Melrose con la astringencia de varias copas de cabernet sauvignon entre los dientes. Para entonces, asistir a toda clase de eventos que anunciaban en la cartelera cultural del LA Times se convirtió en el mejor recurso terapéutico para olvidar a Olivia, mi ex mujer, quien decidió tirar a la basura un año de vida en pareja y regresarse a México. Su argumento fue que mis socios y yo no tendríamos éxito importando artesanía oaxaqueña y chiapaneca, incluidos los muñequitos hechos por indígenas chamulas a imagen y semejanza de soldados zapatistas.
Una lluvia pertinaz terminó por remover la pesada bruma de la noche. Había dejado mi automóvil en casa porque la galería estaba cerca. La gente caminando de prisa y las luces multiplicándose en el pavimento le infundían al ambiente cierta melancolía. Como soy positivo, católico y conformista pensé que la lluvia era un mensaje divino para bajarme la calentura que comenzó su escalada durante la exhibición cuando, echando mano de lo aprendido en un diplomado de Historia del Arte que tomé en una casa de cultura de la Ciudad de México, conocí a la que se decía la curadora de la muestra. La abordé diciendo que los colores pastel de esas piezas me recordaban mucho a Miró. Al volverse, percibí en su rostro una desaprobación total a mi comentario. Hasta ese punto ella era lo que había salido a buscar esa noche. No fue por mis disertaciones sobre arte que descubrí mi error, sino porque se nos acercó otra mujer de cabello muy corto, como si se lo hubiera cortado un jardinero y no un estilista, a quien me presentó como su pareja. ¡Qué pérdida de tiempo! No me desanimé porque presentía que esa noche no estaba destinada al anodino capítulo de alguna serie gringa; más que un presentimiento fue una convicción. Así que vagué un rato bajo la inclemencia del tiempo. Estirando los remanentes del vino en mi cuerpo fui a dar al Hollywood Boulevard, donde encontré a Érika. Oscilábamos en nuestros pequeños universos movidos cada uno por la lujuria y la necesidad de unos dólares. Me acerqué. Ella hacía su rutina como si nada con el rostro levantado, como un perro olfateando lo que acarrea el viento. Usaba una falda azul tan corta que presagiaba el vértigo previo a caer en un abismo, una blusa blanca que de lo mojada dejaba ver unos senos trémulos y sus pezones erectos como balas. Calzaba botas negras de charol descarapelado que le cubrían hasta las rodillas. Ni sus ojos ni su cabello eran del color original. Imagino que si su madre la hubiera visto con esos ojos verdes y ese cabello castaño con raíz negra, lejos de no reconocerla, se habría cuestionado en qué momento su hija comenzó a negar eso que la hacía tan distinta de las millones de latinas en Los Ángeles, al menos yo sí llegué a hacerlo, su belleza era perturbadora.
Al principio desconfió de mí porque llegué caminando. Usualmente los clientes —o los mirones— van a esa parte del Walk of Fame en automóvil; no es que eso dé mayor confianza a las mujeres que se exhiben ahí, sólo que abre opciones para trabajos sexuales que se pueden llevar a cabo parqueando en cualquier esquina oscura. Tampoco es que un automóvil garantice estatus, sin embargo, en Los Ángeles es una necesidad básica y nadie quiere pasar horas en el tráfico intentando moverse de un lugar a otro.
Luego de comprender que era ella la casualidad que estaba buscando y de acordar el precio, aceptó ir a mi departamento y no a un hotel porque está ubicado a pocas cuadras, en Lexington Avenue. Le di mi saco para que se cubriera del frío y la lluvia, y eso, me lo confesó más tarde, le pareció el acto más solidario que hubiera tenido un paisano en los tres años que llevaba viviendo en Estados Unidos. Mientras caminábamos a mi casa sólo yo hablaba, estaba nervioso, era la primera vez que pagaba por sexo y desconocía la dinámica.
—Yo soy chilango —especifiqué cuando descubrí por su acento que era mexicana.
Ella, en su papel, optó por hablar lo mínimo. No sé cómo, pero en mí crecía un deseo que me obligaba a conocer más de ella, de sus circunstancias, porque ya he dicho, su belleza no era ordinaria.
—¿Por qué viniste a Estados Unidos? —insistí.
—¿Por qué viniste tú? —respondió con indiferencia.
Le expliqué que trabajaba para una empresa dedicada a la importación. También le conté de mi fracaso sentimental y de cómo el sueño americano me tenía enganchado. Para entonces ya llevaba casi dos años viviendo en Los Ángeles y, a pesar de las teorías de Olivia, todo parecía pintar bien en el negocio.
—El american dream no existe —dijo tajante.
—¿No existe? A ver, explícame eso.
—No es necesario que te lo explique, un día te darás cuenta, corazón.
Seguimos caminando en silencio. Yo, intrigado por lo que acababa de escuchar, y ella, porque fiel a su oficio, procuraba no involucrarse con sus clientes en alguna otra actividad que no fuera sexual. Lo llama pure business, no kisses, no chatin’.
Me costó trabajo conocerla a fondo, digamos que algunas reincidencias. Después de la quinta sesión accedió a darme su número telefónico. Sin embargo, me seguía gustando ir por ella para caminar juntos hasta mi casa. Incluso llegué a disfrutar el sonido de sus tacones en el pavimento cada vez que la sacaba de entre esos homenajes ridículos, hechos para las luminarias del entretenimiento masivo que a ella tanto le gustan. Y es que Érika sabe todo del Walk of Fame; conoce la historia de buena parte de los actores que tienen su estrellita ahí. Cierta noche me contó que la primera fue puesta para Joanne Woodward, el 9 de febrero de 1960, y que desde entonces han colocado más de dos mil. A mí en todo ese tiempo jamás me había atraído eso, pero he descubierto que hay turistas que dedican varias horas a revisar los nombres en el piso y hasta les toman fotos.
Fue por una reforma a los impuestos de importación que comencé a verla más seguido. Trabajaba menos horas e incluso había días en los que no hacía falta mi presencia en la oficina. Entonces le llamaba y quedábamos de vernos en algún lugar para comer. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos y poco a poco también me fue contando todo aquello que la ética laboral no le permitía. Lo primero que me confesó fue que no era Érika del Río, sino Rosa Gómez. Decidió cambiar su nombre como hacen algunos artistas, para tener más impacto en el medio. Sin embargo yo la seguí llamando Érika, ya me había acostumbrado.
Una de esas tardes fuimos a comer a un restaurante oaxaqueño en Olympic Boulevard. La llevé porque me había dicho lo mucho que extrañaba su tierra, pensé que eso la haría sentir mejor. Y sí, esa comida creó un ambiente nostálgico que hizo que se abriera como una nuez.
—Nunca te dije, pero vine a Estados Unidos para ser actriz —comenzó luego de que la mesera le puso enfrente el plato de mole con pollo que había ordenado—, quiero ser una estrella y salir en un chingo de películas, aunque sean de low budget.
Las dos horas siguientes no hice más que escucharla. Me fue contando cómo decidió venir a Estados Unidos animada por su primo, quien le ayudó mucho, sobre todo porque la llevaba y recogía cuando consiguió su primer trabajo: asistente en una estética. Lo malo fue que al poco tiempo el primo había sido puesto en prisión y unos meses después deportado. Lo agarraron con diez kilos de marihuana que uno de sus amigos dealers le encargó transportar de San Diego a San Francisco, a cambio de tres mil dólares. Érika tuvo que trabajar más para ayudar al primo a pasar su estancia en la cárcel y pagar la renta a tiempo, de no hacerlo hubiera corrido la misma suerte porque la casera había amenazado con denunciarla a inmigración.
Al quedarse sola anduvo de un trabajo a otro. Fue mesera, atendió un puesto de revistas, trabajó en un Wal-Mart, en una farmacia y en un cine; fue niñera y camarera, pero nunca actriz. He de confesar que me daba cierta ternura que mantuviera vigente su sueño, aunque el único método de actuación que sabía aplicar al pie de la letra era para fingir orgasmos.
Una noche, luego de una larga liturgia sexual, tendida sobre mi cama y acariciándose el cabello, me contó que cierta tarde, cuando regresaba a su casa de cuidar a los niños de los Monroe, en Santa Mónica, conoció a Raymundo Sosa —Ray, lo llamaban en el este de la ciudad, donde ambos vivían—. Según me explicó, el tipo es hijo de inmigrantes salvadoreños, pero ahora está en la cárcel del condado de Los Ángeles, purgando una condena de veinte años porque lo hallaron culpable de homicidio y narcotráfico. Érika se enamoró perdidamente de él pero, sin duda, que Ray esté en prisión es lo mejor que le pudo haber pasado a ella, y de paso a mí.
Ray no era muy distinto de los latinos que han crecido en el este. Reunía todas las cualidades para ser considerado peligroso. Eso no le importó. La cosa es que fue por su culpa que acabó en el Hollywood Boulevard, entre esas tres estrellas. Ray tenía su área de trabajo en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Una noche, mientras esperaba junto a un 7-Eleven —según Érika procuraba cambiar de esquina periódicamente— se le aparecieron tres junkies que intentaron robarle su mercancía. Ray no se dejó y terminó dándole un tiro en la cabeza a uno de ellos mientras los otros dos corrían. Huyó en su viejo auto pero unos días más tarde lo agarraron mientras conducía por un freeway. Fue uno de los empleados del 7-Eleven el que vio las placas del Toyota y denunció el crimen a la policía, al menos eso cree Érika, quien escuchó la historia de boca de Ray durante la primera visita que le hizo.
Ray se encontró con muchos enemigos en la cárcel. No fueron pocas las veces que lo golpearon y amenazaron de muerte. Érika me contó que iba a visitarlo cada semana, y en un intento por salvar la vida le propuso que se acostara con uno de los que lo querían liquidar. Ese era el acuerdo. Érika quería mucho a Ray pero los favores se fueron haciendo costumbre; ella llegaba cada semana a despacharse a uno distinto con tal de que su novio siguiera vivo. Sólo hasta que lo sentenciaron se dio cuenta de que no tendría caso visitarlo más. Además, él ya no era ni la sombra de lo que solía ser en la calle, y a veces no lo podía ver porque tenía que atender a los que aspiraban a ser sus asesinos. Ya hasta habían hecho una lista y un calendario. De repente todo mundo quería matar a Ray.
Un buen día dejó de visitarlo. Quién sabe qué es ahora de Ray, quizá encontró una forma de evitar que lo despachen. Érika no ha escuchado nada de él. Lo cierto es que a partir de entonces ella supo cuál era su oficio. Y hay noches que se le va muy bien. En cambio, el negocio de exportación de artesanías quebró y mis socios se retiraron dejándome algunas artesanías y cientos de muñequitos zapatitas hechos por los chamulas chiapanecos que de vez en cuando he vendido en algunas handy crafts. Todavía sigo yendo a los eventos que anuncian en el LA Times, nunca falta alguna inauguración o la presentación de un libro en donde beber tragos gratis. Luego regreso a casa. Eso sí, antes del amanecer salgo nuevamente para recoger a Érika, que sigue caminando las mismas tres estrellitas. Y no me importa desvelarme porque dormimos buena parte del día, el resto nos regodeamos en la postración frente al televisor, viendo series gringas y comiendo los pocos guisos que Érika aprendió de su madre.
Hace unos días Olivia me llamó desde México para preguntar cómo estaba, sin embargo, no hizo más que recordarme que ella había tenido razón acerca de las artesanías, que fracasaríamos. Ahora, después de todo, no sé si existe el american dream, y si existe no es como yo lo soñé. Lo que me queda claro es que Érika del Río sí tiene destino de estrella, sale al Walk of Fame al anochecer y desaparece con la madrugada.

20080302

Donde el mar se junta con el sol

Vi en la hoja del cuchillo que blandía el reflejo de mis ojos turbados antes de enterrarlo en su abdomen. Una vez no fue suficiente, bastaron no sé cuantas, las que el ánimo de conservación y la sangre perdida me permitieron antes de que me abandonara el sentido. Un par de días más tarde abrí los ojos a la luz blanca de la clínica del Seguro Social cercana al muelle. Ese muelle donde a esta hora las lanchas duermen, oscilantes, esperando a que los pescadores las despierten y suelten sus amarras, para ir a sondear con sus redes las aguas del Pacífico.
Mis días comenzaban antes de que el sol tendiera sus rayos sobre cosa alguna. Vivía en el cuarto de azotea de uno de los edificios más viejos del puerto, frente a la iglesia del Rosario, donde dicen que vivió don Hermilio, un viejo pescador que se volvió loco cuando a su mujer se la llevó el mar. Durante años varias veces intentó ir en su lancha en busca de ella. Decía que la encontraría en lo que él llamaba la eternidad: algún punto en el horizonte donde el mar se junta con el sol. La verdad es que don Hermilio tuvo suerte por un tiempo y nunca faltó algún pescador que lo detuviera en sus múltiples intentos. Pero hace algunos años que don Hermilio ya no está, creo que finalmente lo logró.
Un café de madrugada, un mendrugo sopeado y un cigarro eran mi religiosa actividad antes de salir rumbo al malecón. Bajo la luz delirante del foco y las imágenes de la Virgen de Guadalupe en la repisa; y de mi padre y mis hermanas en la fotografía colgada en la pared, circulaban en torno mío una mesa, una parrilla de gas, un catre, un radio viejo y un ropero sin puertas, en donde colgaban tres camisas y una guayabera; tres pantalones y la gabardina que usaba en las noches frías de los frentes.
Mientras pensaba en Aurora, desde mi ventana podía observar lo suficiente para llenarme los ojos de mar y cielo. Ella se fue a estudiar a la capital. Los primeros meses recibí estas cartas que conservo desde entonces. Pero siempre tuve miedo que pensara que yo era poca cosa. El tiempo es inclemente y ella no tardó mucho en comprender que su lugar no era al lado de un pescador. Aún así, todas las mañanas salía de mi cuarto. Un pequeño pasador era suficiente para asegurar mis cuantiosas pertenencias. Bajaba las oscuras escaleras intentando alumbrarlas levemente con las bocanadas desesperadas que le pegaba al cigarro en turno. Y recorría el zócalo aún iluminado por los faroles, hasta llegar al malecón. Poco a poco, el rumor del mar aletargado me crecía en el pecho; no recuerdo una sensación más placentera que ver amanecer en el puerto. Ese espectáculo de unos cuantos minutos era suficiente para sembrar en mí todos los sueños del mundo; me daba ánimos para subir a mi pequeña embarcación, soltar la cuerda que la detenía al muelle y preparar la red para sortear el día.
Del morral sacaba un par de cuchillos, los cigarros y un poco de mariguana; desamarraba el bote para echar andar el viejo motor, que de cuando en cuando me daba lata, y partía en busca de pescado y camarón, y de todo lo que el día me tuviera reservado. Mar adentro, fumaba hierba, tendía la red y esperaba. Mientras el sol lentamente comenzaba a alargar su reflejo en el agua lanzando miles de destellos, la soledad que yo encontraba en el mar me invitaba a desembocar en él recuerdos e ilusiones: pasado y futuro que cancelaban el presente. En esos momentos, por una razón que aún no comprendo, siempre pensaba en mi padre, que murió sin que yo pudiera verlo por última vez. Él no quiso saber más de mí desde que decidí esa vida, la del pescador, la del hombre que comulga con el mar, para después libar en las cantinas entre encuentros y desencuentros, guardando en el cuerpo y el alma un rosario de heridas.
El día que encontré a Agustín y a su esposa, Aurora, la misma de la que aún conservo estás cartas, yo caminaba entre la gente que se paseaba por el zócalo, contando los pesos que don Juan me había dado por dos cubetas de pescado y una de camarón. —¿Qué tal la pesca? —me preguntó Agustín.
—Bien —le dije—. Y saludé a su esposa extendiéndole la mano.
Yo ya sabía que unas semanas atrás Aurora había regresado convertida en abogada, y que estaba trabajando en unas oficinas del gobierno, me lo había dicho José, otro pescador a quien apodábamos “pan de huevo”, porque de pequeño se robaba el pan de huevo de la panadería del barrio.
Agustín había regresado ya hacía varios meses; se hizo contador y fue en la universidad que empezó a salir con Aurora. Su padre, que también había sido pescador, lo llevaba de adolescente a aprender el oficio. Fue en ese tiempo que nos hicimos amigos, incluso yo enviaba recados a Aurora con él, porque a los padres de ella no les cayó bien que yo abandonara a mi padre enfermo, dejándolo al cuidado de mis hermanas tan sólo porque me quería hacer hombre de mar. Pensaban que yo le haría lo mismo a su hija.
—¿Cómo te ha ido? —le pregunté agachando la cabeza para esquivar la mirada de Aurora.
—Bien. Creo que me voy a quedar aquí y pondré un despacho, la actividad económica en el puerto está creciendo y alguien tendrá que llevarle la contabilidad a la gente —me respondió, sosteniendo a Aurora por la cintura.
Ahora resulta que éste imbécil se da cuenta que la actividad del puerto está creciendo, cuando no se cansaba de decir que no veía la hora de largarse de esta mierda de lugar y dejar de oler a pescado todo el pinche día. ¡Qué gran favor le haces a la gente quedándote y qué miserable me haces la vida!, pensé indignado. Pero fingí con una sonrisa mi disgusto por la noticia.
—Me da gusto por ti —le dije—. Ahora que compre mi primer barco te buscaré para que lleves la contabilidad de mis ganancias —insistí con sarcasmo.
—Por supuesto, yo soy el indicado. Pero que sea la otra semana porque esta noche me voy a la capital y no me da tiempo hacer un estimado de tu fortuna antes de irme —me respondió—. Y se echó a reír.
Me dio rabia y le quise arrancar la cabeza con ese machete con el que pelaba los cocos aquellas tardes que me tiraba a la sombra de las palmeras para fumar un poco de hierba. Pero en alguien tenía que caber la prudencia. Aurora se percató de que los ánimos se empezaban a caldear.
—No dudo que pronto puedas comprar tu barco —dijo ella al ver que las cosas no estaban tomando buen rumbo, lo cual me apenó mucho.
—Sé que mi primo Alberto está vendiendo uno pequeño que le ha dado muchas ganancias, ahora quiere comprar otro más grande. Le voy a decir que tú estás interesado y quizás se lo puedas ir pagando poco a poco —continuó.
—Pues si es en esos términos yo podría tener una posibilidad —le contesté humildemente, sabiendo que para que pudiera juntar una cantidad decente era necesario abandonar mi estrambótica vida de cantina.
Realmente había pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos, yo ni siquiera podía mirarla a los ojos, aquellos ojos en los que me extravié horas enteras como si estuviera anclado en la arena. Además ese desgraciado de Agustín era capaz de hacerme sentir como esos trozos de palmera que van dando tumbos por la playa al placer de la resaca.
—Bueno, bueno, entonces si me necesitas me buscas —interrumpió Agustín al mismo tiempo que me extendía la mano.
Aurora me echó un vistazo de soslayo y tomó del brazo a su marido. Yo los miré alejarse hasta que desaparecieron entre la gente. Toda esa tarde no hice otra cosa que pensar en ella, la que nunca se fue y que aún tenía en la mirada una luz de faro angustiado a punta de tanta tormenta.
Esa noche, como ya era costumbre, fui a la playa, me senté en la arena y prendí un cigarro. El mar estaba agitado. Tras unas cuantas bocanadas apareció Aurora con un vestido largo que parecía el viento arrancaría de su cuerpo. Caminaba descalza sobre la playa. La resaca de las olas corría detrás de sus pies con una vehemencia desconocida, como si una extraña hambre de carne las inficionara.
Por un momento, pensé que mi mente me jugaba una broma, a veces la mariguana nos hace ver cosas y, después de todo, la noche y las olas suelen atraer imágenes inesperadas, extrañas visiones metafísicas. Dejé que se acercara a mí lo que hasta ese momento pensaba que era una ilusión. Descubrí que sí, era ella, el hálito que emanaba de su cuerpo me lo decía.
—¡El mar y el rumor de las olas!—dijo—. Y respiró tan profundo como si con ello fuera capaz de guardar en sus pulmones el mundo entero.
Yo estiré los ojos al horizonte, allí donde decía don Hermilio que está la eternidad. Su mano rozó mis cabellos. El viento soplaba fuerte. Siempre he creído que cuando más fuerte sopla el viento es porque está desesperado y busca decirnos algo. Aurora caminó por detrás, se sentó junto a mí del lado contrario al que llegó. La miré sin poder creerla cierta. Ella sonrió. Miramos el mar por no sé cuánto tiempo.
Esa misma noche, mientras Agustín viajaba a la capital, nuestros cuerpos se reencontraron con locura, como si supieran que sería la última vez. Al amanecer se fue como cuando baja la marea y deja ver las rocas de la playa, abandonándolas al rigor de la intemperie.
Aurora, el mar, el viento; las madrugadas subsecuentes no fueron muy distintas a las demás, salvo aquella del 19 de marzo, la del día de mi santo; curiosa coincidencia para alguien como yo que a duras penas y creía en sí mismo. El sol aún no despuntaba cuando recorrí con una extraña calma los dos pasillos y bajé las escaleras para salir de aquel viejo edificio. Llegué al embarcadero y desaté mi lancha. Por no sé qué suerte la cuerda estaba anudada de una manera imprevista. Tuve que sacar de mi morral el cuchillo para cortar la cuerda y lo clavé en el borde del bote.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó una voz que desconocí, al tiempo que, empuñando un trozo de acero, salía de la oscuridad que hacían unas pilas de bultos de frijol. Era Agustín y la verdad desnuda.
Pude ver la muerte en sus ojos apenas iluminados por la luz perdida de los faroles. Mis labios dejaron caer el cigarro que había encendido en el camino, ahogándolo en un pequeño charco. Impulsado por el instinto, estiré el brazo y le arranque el cuchillo a la madera de mi lancha. El cuerpo ebrio de Agustín se abalanzó sobre el mío y dejó ir en mi vientre su filo. No recuerdo haber sentido dolor alguno, pero sí un calor que me quemaba el cuerpo. La muerte que vi en sus ojos no era la mía.
Pan de huevo me visita de vez en cuando. Desde hace cinco años que me dijo que Aurora se había ido del puerto no volvimos a hablar más de ella. Pero ayer me vino a ver otra vez. En cuanto lo vi aparecer por el pasillo que conduce al área de visitas, supe que algo había ocurrido. Todo ese día el viento estuvo soplando fuerte. Yo conozco al viento. Me dijo que Aurora había muerto de no sabe qué enfermedad; que trajeron sus cenizas para echarlas al mar. Yo, aunque nunca más la vi, conservo sus cartas; a través de ellas he podido escuchar el rumor de las olas agolpándose en la playa. Ahora ya faltan sólo unos días para abandonar este lugar. Apenas hace una semana no tenía claro qué haría saliendo de aquí. Ahora sé que en cuanto lo haga iré en busca de la eternidad, quizás también lo logre.

20080211

Aquellas aves que se alejaban

A la familia Revilla

A Guadalupe Revilla lo mataron. Lo emboscaron en la cañada cuando regresaba de la cumbre con un hato de animales. El crujir enconado de las balas que le atravesaron el cuerpo provocaron el vuelo de una parvada. Con la boca inundada de sangre y tierra las miró alejarse hasta perderlas, con ellas también se le fue el alma.
Por qué lo mataron tanto tiempo después nunca se supo a bien, fue como dicen, la suma de todos los males. Dicen que le medía más el valor que el cuerpo y, aunque su fuerza se concentraba en el corazón y la cabeza, siempre llevaba ceñido un revolver de cacha dorada. Vivió estoico varios años tras la muerte de tres de sus cuatro hermanos. Pánfilo, el mayor, la única sangre que aún hervía en las laderas de San Miguel Peras, le regaló cinco reses el día que desposó con Herminia Torres, la madre de sus hijos Pedro, Alejo, Susana, Gilberta y Francisco, en ese orden. A Guadalupe desde pequeño su padre lo acostumbró al trabajo, sabía cómo despachar el ganado y descuartizarlo, con eso hizo fortuna. Logró juntar cincuenta cabezas de ganado, otro tanto de borregos y mulas, y caballos de todo tipo, a los cuales mantenía siempre en un pequeño cerro que todos conocían como La Cumbre.
Empleaba a muchos hombres en sus sembradíos de haba, frijol, maíz y papa. Por ello la rivalidad con Gonzalo Ramírez. Por eso se empezó a dividir San Miguel Peras. Los Revilla dominaban una parte y los Ramírez otra.
La palabra y el tiempo tenían para Guadalupe un valor imponderable. Antes del amanecer, cuando aún los hijos dormían y la mujer ya echaba café en la olla de agua que hervía, miraba al pie de la puerta cómo el sol, lentamente, aparecía detrás de los cerros, bañando de luz los maizales. A su lado siempre estaba Felipe, su mozo, que lo quería como a un padre. —El sol de la mañana crispa los ojos pero ensancha el alma —decía Guadalupe. Felipe sólo miraba el campo inficionarse del fuego matinal.
Antes de las siete ya estaban todos despiertos. Susana siempre lo hacía de malas,
por eso era Gilberta la que ayudaba a preparar el desayuno, era muy pegada a su madre. —Al hombre de menos siempre hay que tenerle listas tortillas de mano, frijoles y una buena salsa —le decía Herminia a sus hijas.
Mientras Pedro y Alejo ensillaban sus caballos y se preparaban para llevar a pastar a los animales, Francisco, el más joven de todos, vivo retrato de su padre, corría a mirarlo dar instrucciones del quehacer del día a Hermilio y Pancho Pérez, un par de mozos que desde pequeños estuvieron con la familia. Si no era matar puercos era despedazar las reses o llevar la carne al mercado o la cosecha.
Tras la puesta de sol, Pedro Revilla bajaba a la ciénega, lugar donde lo esperaba María Ramírez, sobrina de Gonzalo Ramírez, que repentinamente se volvió muy católica y todas las tardes le decía a su madre que iba a la iglesia. Ya en la ciénega, entrambos, conscientes de las complicaciones que podía ocasionar su romance, no dudaban ni tantito en el idilio. El cabello trenzado de María lentamente perdía su presión y el de Pedro buscaba el cielo en su alboroto. Los labios se les hinchaban de tanto beso.
Por aquél tiempo los Ramírez tenían la autoridad en San Miguel Peras, aquél que no cooperaba con el municipio tenía los días contados. Gonzalo Ramírez siempre encontraba alguna excusa para hacer correr la sangre en el pueblo.
Guadalupe nunca les pudo comprobar nada acerca de la muerte de sus hermanos, a quienes mataron en San Francisco Yococundo. Las cosas se agravaron entre ellos cuando los Ramírez se enteraron de los amoríos de Pedro y María. Por eso Gonzalo cogió con ella a la capital. Al enterarse Pedro quiso matarlo pero su padre le ordenó que no lo hiciera.
—Espera, esos están bien armados, no te comprometas, en poco tiempo les ajustaremos cuentas —le dijo.
Pedro respetaba la palabra de su padre, así que con rabia aceptó la sugerencia. A los pocos días Leopoldo Ramírez, hermano de María, encontró a Pedro y a su padre en el camino que conducía al mercado. Con la cara cerosa y la mirada picada en las cachas de entrambos, sacó la pistola en un soplo, se quitó el sombrero y la escondió detrás. Cinco veces jaló del gatillo sin acertar un tiro. Guadalupe Revilla, aparte de rápido, tenía buen tino. Ahí empezaron los problemas.
Una hora después, con el son en vilo, Odón Ramírez, padre del difunto, ardía en muina. Gonzalo también. Pero sabían que a Guadalupe el pueblo lo quería. Los mayates, aquellos que no podían entrar al pueblo, gracias a Guadalupe se ganaban unos pesos sajando la carne y sembrando la tierra. Por eso estaban de su lado. Gonzalo lo sabía.
Los mayates también eran Ramírez, los desdeñados de la familia. Hicieron fama de ladrones y anduvieron un tiempo con Amador Salazar levantando polvo y miedo en Ocotlán y Zimatlán. Los días pasaron raudos. Para Guadalupe Revilla el sol habíase trocado en un émbolo que oscilaba en su mirada. Ya no sabía de fechas. Sentía que la muerte le andaba detrás y que su familia corría peligro. Llevando con él a sus hijos varones. Un buen día hizo camino a Santa Catalina Mixtepec, para trabajar en las minas de mica, lejos del pueblo. A Herminia y a sus hijas las dejó al cuidado de su ahijado, Guillermo Aquino, quien también conocía cómo tronar la pólvora. Casi nunca erraba un tiro. Con Guadalupe lejos los Ramírez sembraron represión en el pueblo, abusaban y mataban a todo aquél que atentaba contra sus intereses. Los mayates no lo toleraron y un buen día fueron a visitar a Gonzalo Ramírez a su rancho. Allí quedó, con la cara agujerada. Ellos ahuecaron para la cumbre, era de ellos, era su terreno. Desde ahí advertían todo lo que el viento acercaba.
Odón Ramírez le cargó el muertito a Guadalupe. Su rencor creció harto, tanto que ofreció dinero para matarlo a unos hombres de Contreras y Santiago Huazolotipa. Eso a Guadalupe no le preocupaba. A los pocos días, sin deberla ni temerla, abandonó los filones y bajó al pueblo para ver los remanentes de su familia. A la par del viento corrían las noticias en San Miguel. Odón no tardó en salir a su encuentro junto con otros hombres. Los Revilla y sus mozos avistaron el ataque. Y se hizo la balacera. Odón y un par de esbirros murieron en la refriega. El resto huyó.
Casi un año pasó. La calma poco a poco se impuso. Aún así, Guadalupe y sus hijos varones seguían trabajando en las minas. Herminia y las hijas, a pesar de ser miradas con recelo, empezaban a respirar sin miedo el aire caliginoso de San Miguel; seguían, junto con algunos hombres del pueblo, trabajando los cultivos. Pero el ganado y los caballos pastaban en la cumbre de los mayates. Sin embargo, las cosas se pusieron difíciles y la mina no estaba dejando mucho, así que tuvieron que deshacerse de algunas reses. Periódicamente los Revilla bajaban un hato para venderlo a ganaderos de Zaachila. Una mañana de septiembre, junto con su ahijado, Guillermo Aquino y los mozos, Felipe, Pancho y Hermilio; y sus hijos, Pedro, el mayor y Francisco, el más pequeño, se encaminó a la cumbre.
—Después de estas no venderemos más, no nos conviene —dijo Guadalupe, mirando a Pedro, quien asintió. Traía la mirada dispersa entre los árboles que los rodeaban y el camino que los conducía. Los mozos hablaban de la Inés, una muchacha a la que Felipe enamoraba. Francisco los escuchaba. A sus 15 años ya le empezaba el gusto por las armas y por las hembras.
—Ahora que dejemos la mina me quiero casar con ella. Sembraré mi tierra y compraré unos puercos, con eso tendremos para empezar —dijo Felipe.
Ni bien decía cuando se oyó un estruendo que corrió por los cerros. A él le pegaron primero. Un balazo en la cabeza le arrebato en el acto la vida. Decenas de balas, escondidas detrás de unos troncos a un costado del camino, les salieron al paso buscando el calor de sus cuerpos. A Pancho se lo encontró un escopetazo que le abrió el rostro. El ahijado, Guillermo, fue el más castigado. Siete tiros recibió. Mientras, Pedro Revilla, con una bala alojada en la pierna derecha y otra en el hombro, corría adentrándose en el bosque. Hermilio, todo bueno, ya le llevaba distancia. Francisco, tirado de cara al cielo, desbordaba sangre por la boca. La escopeta también arremetió contra él, dejándole numerosos hoyitos en el pecho, por allí se le escapó el alma. Dicen que los Ramírez nunca olvidan las deudas. Guadalupe ni tiempo tuvo de jalarle a aquella pistola de cacha dorada. Ya en el suelo, miró a los animales desperdigarse y a aquellas aves que se alejaban.

20080125

Certidumbre para dos

Para Natalia

La luz blanca lo iluminaba todo. Los sonidos de las bocinas anunciando horarios y destinos, nombres, corrían por el lugar. Afuera, la noche estaba nublada, sin embargo algunas nubes dejaban ver por momentos la luna; menguaba. Desde los puentes se observaba reptar la luz.

El frío era una premonición
galopando en la cresta
del tiempo.

Ella recorrió los pasillos, cambió pesos, muchos, por dólares, pocos; cambió más pesos por pesos, ¡vaya tautología! Caminaba pensando versos —su caminar era un verso arrojado al mundo para calmar el alma de algún corrupto—, en una cura para los pasos apretados del día, en el retraso: su vuelo saldría tres horas después de lo programado. Una sonrisa, una pregunta y un lo siento. Eso fue todo. Luego a esperar.

Sus pupilas fueron reducto
del cansancio del mundo.

Tenía hambre. Alguien cerca, muy cerca, también tenía hambre e incertidumbre. Ella receptáculo —la poesía todo lo ve, todo lo siente—. Fuera de ella, el mundo era un rumor que repetía instrucciones. Caminó, se despidió de Alguien. Alguien se fue triste, dejando trozos de esperanza por los pasillos, recordando que desde que ella está sueña más.

No es que uno no se vaya,
es que dos se quedan,
observando lo que de grieta tienen.

Guardó el tiempo: leyó un libro redondo. Pidió un té. Intercambió impresiones con Alguien que se debatía con el tiempo sin pensar que jamás lo vencería. Ahí todo era ir y venir de rostros, de sonidos. Ella encapsuló el cuerpo para liberar el alma.

El mundo es un desfile de sombras
que a veces se saludan.

Las luces blancas lo iluminaban todo. Los sonidos de las bocinas seguían anunciando horarios y destinos, nombres, corriendo por el lugar. Afuera, el viento había empujado las nubes. La luna brillaba y su lustre era un drama en los cristales, en algunos ojos. Alguien, cerca, daba cuenta de ello a cada bocanada. El humo flotaba trémulo, deslizándose a contraluz como un fantasma.

Ella no cerró el libro,
se lo llevó entre los párpados.

Anunciaron su vuelo. La calma fue certidumbre para dos en un mensaje de texto.

20080117

El Chino (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia)

INDAGATORIA No. FVC/VC-3/T2/03662/07-12

Se tiene a la vista: una cartera de piel color café de la marca yamamoto, usada, en cuyo interior se encuentra una tarjeta perfiles de la institución bancaria banamex número 5204 1534 4726 4378, así como otra tarjeta de masterd card citi, número 5288 5209 7698 8267, ambas a nombre de Remigio López Hurtado, una credencial de elector expedida por el Instituto Federal Electoral a nombre Remigio López Hurtado de la cual en su margen derecho cuenta con una fotografía a color de su titular. Asimismo se tiene a la vista un teléfono celular de la marca motorola, color gris plata, modelo V3 con pila B-V3, usado

DAMOS FE
Declaración del: Denunciante Remigio López Hurtado.- Que siendo las 07:04 siete horas con cuatro minutos horas del día 8 del mes de diciembre (12) del año 2007 dos mil siete, estando presente en el interior de esta oficina el denunciante quien dijo llamarse Remigio López Hurtado, a quien tomándosele protesta en términos de ley conforme al Artículo 280 del Código de Procedimientos Penales Vigente para el Distrito Federal, que a la letra dice ¿Protesta usted bajo su palabra de honor y en nombre de la ley declarar con verdad en las diligencias en que va a intervenir? y habiendo contestado —Sí protesto— y advertido de la penas a que se hacen acreedores los que declaran faltando a la verdad ante una autoridad en ejercicio de sus funciones o con motivo de ellas, tal y como le prevén los artículos 311 y 312 del Código Penal para el Distrito Federal. Hecho lo anterior el denunciante Remigio López Hurtado, enterado del contenido del acuerdo B/029/02, emitido por el titular de esta institución solicita que su domicilio obre agregado a las presentes actuaciones en forma confidencial.
Manifestó llamarse como ha quedado escrito, ser de sexo…, tener… años de edad, estado civil…, instrucción…, ocupación… , originario de…, que pertenece al grupo étnico…, y habla la lengua…, nacionalidad…, con domicilio actual en…, teléfono…, curp…, y que en este acto se identifica con credencial de elector expedida a su favor por Instituto Federal Electoral, con número de folio…, misma que tiene una fotografía a color en su parte margen derecho, la cual concuerda con los rasgos fisonómicos del emitente, y en relación a los hechos que se investigan.

DECLARO
Que: comparece en forma voluntaria y manifiesta que el día de hoy 08 ocho de diciembre del año 2007 dos mil siete siendo aproximadamente las 03:20 horas el declarante salió de un recital de poesía ya que su novia había dado ese recital en un restaurante localizado a la vuelta del Metro Moctezuma, por lo que se dirijió a la calzada Ignacio Zaragoza esquina con José Jasso en la colonia Moctezuma primera sección para esperar que pasara un taxi que lo llevara a su domicilio particular, por lo que al estar en dicha esquina esperando un taxi se le aproximaron dos personas del sexo masculino, y una de ellas le empezó a hacer la plática sobre el partido de futboll de los equipos pumas y atlante del día de ayer, siendo que el que platicó en especifico con el declarante es el sujeto que en este momento se encuentra detenido y el cual se niega a proporcionar su nombre enterándose por parte de los policías preventivos que únicamente les dijo que le apodaban “El Chino”, sujeto que estaba parado del lado izquierdo y en la plática terminó parado enfrente del declarante como queriendo captar su atención mientras que el otro sujeto se acercó por detrás, pero en seguida se alejó y después regresó como a los tres minutos, tiempo en que el declarante continuó hablando con el sujeto hoy detenido, siendo que cuando regresó el segundo sujeto se le acerco al de la voz por la espalda lo cual le causó ya en ese momento desconfianza al declarante y repentinamente sin decirle nada esta persona lo sujetó por el cuello con su brazo derecho ejerciendo presión contra el cuello del declarante, aplicándole la llave conocida como “la china”, mientras que el otro sujeto con el que había estado platicando de fut boll lo empezaron a esculcar entre sus pertenencias, perdiendo el conocimiento momentáneamente y recuperándolo casi en seguida, y al hacerlo se percató de que estaba tirado en el suelo boca arriba y estaba siendo esculcado entre sus ropas por tres sujetos entre los que se encontraba el sujeto que hoy se encuentra detenido, siendo el mismo con el que estaba platicando de futboll, así como el sujeto que lo chineó y un tercer sujeto que vio hasta ese momento, los cuales al momento en que el declarante recobró el conocimiento estas personas lo dejaron de esculcar, siendo que del lado izquierdo estaba el sujeto que se encuentra detenido al que se entera que le apodan “El Chino” y los otros dos sujetos estaban del lado derecho del declarante, mismos que se hecharon a correr sobre la calzada Ignacio Zaragoza dando la vuelta sobre la misma esquina de José Jasso, perdiéndolos de vista momentáneamente, momento en el que se percata de que venía circulando sobre la calzada general Ignacio Zaragoza una patrulla de la Secretaria de Seguridad Pública a cuyos policías les pidió apoyo explicándoles que momentos antes lo habían asaltado tres sujetos, por lo que los policías le pidieron que subiera a la patrulla para realizar un recorrido para tratar de localizar a estos tres sujetos, a lo cual accedió el declarante dándole la vuelta a la manzana a bordo de la patrulla, y al regresar a la misma esquina de Calzada General Ignacio Zaragoza esquina con José Jasso, en la colonia Moctezuma primera sección, se percató de que junto a una tienda OXXO se encontraba un grupo de sujetos entre los cuales reconoció a uno de los sujetos que habían participado en el robo, siendo el sujeto con el que primeramente platicó de fut boll, por lo que se los señaló a los policías y estos procedieron a detenerlo encontrándole en su poder la cartera, credenciales y tarjetas de crédito, así como su teléfono celular, sin que le encontraran el dinero, por lo que a petición del declarante es que los policías procedieron a su aseguramiento y el traslado a estas oficinas, por lo que al tener a la vista en el interior de estas oficinas al sujeto del sexo masculino que se niega a proporcionar su nombre y del que solo se sabe que dijo le apodaban “El Chino”, de aproximadamente entre 40 a 50 años de edad, lo reconoce plenamente y sin temor a equivocarse como al mismo al que se ha venido refiriendo en su presente declaración y la cual le hace imputación firme y categórica de los hechos y denuncia el delito de robo con violencia cometido en su agravio y en contra de este sujeto apodado “El Chino” y en contra de quien resulte responsable, agregando que por lo que hace a la media filiación del sujeto que lo chineó era como de 30 años de edad, de complexión delgada, guerito, como de 1.60 metros de estatura, siendo todo lo que puede proporcionar de este sujeto, pero de tenerlo a la vista si podría reconocerlo, y el tercer sujeto era como de entre 30 a 35 años de edad, medio llenito y tenerlo a la vista si podría reconocerlo, asimismo al tener a la vista en el interior de esta oficina los objetos que le fueron encontrados en poder de la persona que está detenida, siendo una cartera de piel color café de la marca yamamoto en cuyo interior se encuentra una tarjeta de crédito perfiles de la institución bancaria banamex numero 5204 1534 4726 4378, así como otra tarjeta de master card citi, número 5288 5209 7698 8267 a nombre del declarante, una credencial de elector expedida por el Instituto Federal Electoral a nombre del declarante, así como un teléfono celular de la marca motorota, color gris plata modelo v3 con pila b-v3, los reconoce como de su propiedad y como los mismos que le fueron robados por el hoy probable responsable y sus dos cómplices que se dieron a la fuga, solicitando de esta autoridad la devolución de sus pertenencias siempre y cuando no exista impedimento legal alguno y hayan intervenido los peritos de esta institución, asimismo manifiesta que no desea pasar al médico legista topa vez que no le causaron lesión alguna visible, siendo todo lo que desea declarar previa lectura de su dicho lo ratifica y firma al margen de la hoja para constancia legal.

20080103

La noche del féretro


Les comparto este gran cuento de Francisco Tario que un amigo, Ovidio Ríos, me recomendó.

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:
—Necesito un féretro.
Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
El empleado dijo:
—Pase usted.
Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:
—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.
La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.
De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:
—El finado es robusto, ¿sabe?
Fue entonces cuando pensé:
"Me llevará sin duda".
En efecto, prorrumpió:
—Creo que me convenga éste.
Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante...
Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...
En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso:
"¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?"
Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.
Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.
Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:
—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa...
Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:
—Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.
¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!
Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:
—¡El féretro! ¡El féretro!
Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.
Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al yerme:
—¡Es tan terrible y tan negro!
Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.
Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:
—¡Y las manijas son de plata!
Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:
—¿Es para enterrar a papá?
Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.
"¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?"
Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...
No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.
Yo grité y no me oyó nadie:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.
"¡Lograr poseerla!", pensé con angustia.
Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.
Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.
Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres.


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20071230

Ocho rojo


Carmelo miró el reloj. Las cuatro. Dos horas más y terminaría otra jornada de trabajo. Que Ramiro se reportara enfermo y tuviera que limpiar más zonas de las que normalmente le tocaban en el casino, donde labora desde hace 15 años, no era problema. Además de la doble paga existían las fichas, esos objetos de 2.5 centímetros de diámetro valuados según su color, que de vez en cuando se les caen a los clientes cuando alcanzan altos estados de ebriedad o ilusión. Hacía mucho que ya no le causaba asombro ese oasis en medio del desierto, pero la posibilidad de encontrarse alguna ficha siempre le infundía cierto ánimo.
Carmelo emigró a los Estados Unidos cuando tenía treinta y dos años. Ahora ya era residente, pero no le interesaba obtener la ciudadanía. “¿Para qué?, eso no me va a dar aceptación entre tanto extraño”, le decía al único de sus hijos que decidió irse a vivir con él cada vez que lo alentaba a solicitarla. En el fondo guardaba el deseo de regresar a Oaxaca y pasar ahí sus últimos años, en compañía de su mujer y sus cuatro hijas, que aún vivían en una casa en la periferia de la capital. Era lo menos que podía hacer después de tanto tiempo lejos, pensaba.
Aparte del área de juego, el casino del Frontier tenía en cada rincón de sus 100 mil metros cuadrados televisores que transmitían todo el tiempo competencias deportivas y carreras, un bingo room y cientos de slots, una junta a otra, formando decenas de filas: el camino que Carmelo debía recorrer y limpiar de lunes a sábado. “La fantasía de veinticuatro horas al día es para los dueños de los casinos y para aquellos que van a entregar su dinero a cambió de un poco de ficción, no para mí,” decía siempre a los paisanos que le hablaban por teléfono cuando le preguntaban cómo era trabajar en ese lugar.
Aquella tarde, pasadas las seis, cruzó el estacionamiento; subió a su Corola 81 y fue a casa. Antes de meter la llave en la cerradura, escuchó que el teléfono sonaba. En su intento por abrir rápidamente se le cayeron las llaves; las recogió acucioso y abrió la puerta. El teléfono seguía sonando. Alcanzó a contestar. Era Luis, su compadre, de quien había recibido una media docena de llamadas los últimos dos años. Sin embargo siempre terminaban hablando del mismo asunto: palos de escoba.
—Mira, compadre, todavía tengo las dos máquinas para hacer palos de escoba, esas que te conté que me vendieron bien baratas en un tianguis —le dijo emocionado—. Son muy fáciles de usar, si encontramos compradores podemos hacer hasta cinco mil piezas al día con cada una de ellas. ¿Te imaginas, Carmelo?, ¡cinco mil piezas con cada una!
A diferencia de Carmelo, Luis nunca dejó Oaxaca, vivió con su familia hasta que su esposa murió. Fue entonces que sus tres hijos tomaron rumbos distintos y ya casi no lo visitaban. La permanente soledad no le dejaba mucho tiempo libre, al menos no tiempo útil, pero sí la ilusión de empezar su propia empresa. Para echarla andar necesitaba un socio, y el más indicado era su compadre, con quien corrió grandes aventuras durante la adolescencia.
—Si tuviera tiempo y salud lo haría yo mismo, pero ya sabes cómo ando —insistió—. Y mis hijos están en lo suyo y no les anima la idea de trabajar conmigo. Creo que nada más están esperando a que me muera para quitarse el peso de encima. Lo que no comprenden es que yo todavía no me quiero morir. Por eso necesito que me ayudes.
A Carmelo tampoco le animaba la idea de hacer palos de escoba. “¡A quién chingados se los vamos a vender!, sobre todo cuando ya hacen de plástico los mangos de las escobas”, pensaba.
—No sé, compadre, he pasado los últimos quince años de mi vida con un palo de escoba en las manos. La verdad es que no quisiera tener que estar más años así —le respondió indiferente.
—Sí, compadre, pero no es lo mismo usarlos que hacerlos. Además acá en Oaxaca hay harta madera y bien barata. ¡Anímate, juégatela conmigo!
—No sé qué decirte, compadre. Lo voy a pensar —remató, como ya era costumbre cada vez que Luis le mencionaba el asunto, por eso Carmelo nunca le llamaba por teléfono, para no tener que darle largas.
Al día siguiente el casino estaba a reventar. Era Semana Santa, Easter le llaman los gringos. Carmelo seguía sin entender qué tenían que ver los huevos con esas fechas que para él eran tan religiosas. Sin embargo, en esos días aquello se llenaba. Había gente de todo el mundo con margaritas en la mano, queriendo ser alguien; usaban las slots, jugaban a la ruleta, al blackjack, al póquer y a los dados: tragaban el anzuelo de hacerse ricos en un instante. En sus años trabajando en el Frontier había visto a muchos apostar fortunas en unas cuantas horas. “¡Qué poca madre!, uno sufriendo para ganarse unos pocos dólares y estos güeyes tirándolos a montones como a un pozo sin fondo”, se decía. De pronto, sintió una mano que lo jaló del hombro. Al darse vuelta lo recibió una voz que emanaba un fuerte olor a alcohol. Era de un hombre con la mirada desorbitada que bebía apuradamente su trago.
—¿Por cuál vas, amigo, cuál crees que es el bueno? ¿El ocho rojo?
Carmelo se puso nervioso, miró hacia todos lados, como quien está a punto de robarse algo, pero al fin respondió.
—No sé, señor, el que usted escoja es el bueno, el ocho rojo puede ser.
—¡Eso chingaos!... ¡Van cien al ocho rojo! —gritó el hombre y colocó un par de fichas en la casilla correspondiente.
El crupier puso a girar la ruleta y soltó la bolita. Era Jack, un gringo, como el clásico gringos, güero de ojos claros, con un gafete a la altura de la solapa que decía su nombre. Aunque no tenía permitido cruzar palabra o interactuar con los clientes del casino, Carmelo permaneció junto al hombre, que evidenciaba buena estatura y corpulencia, con la mirada clavada en la ruleta, esperando el momento en que se detuviera. No era la primera vez que un cliente borracho le pedía un consejo, pero aquél a leguas se veía que era mexicano, del norte, el sombrero, las botas y lo confianzudo lo delataban. Por eso, en un acto solidario, deseó que la bolita cayera en el ocho rojo. Y mientras la ruleta daba vueltas y vueltas el norteño seguía recetándole su aliento alcohólico y sacudiéndolo levemente de vez en cuando con el brazo que había puesto por encima de los hombros de Carmelo, con el otro cogía un escoses en las rocas. Poco a poco la ruleta se fue deteniendo, pero la bolita aún no se posaba en ninguna de las treinta y ocho casillas. Los ojos y callos en las manos daban la impresión de que Carmelo había barrido el país entero.
—¡Vamos ocho, vamos ocho! —repetía como un mantra.
Carmelo lo secundaba en silencio.
—¡Eighteen black! —lanzó el crupier güero.
El hombre miró a Carmelo haciendo una mueca y encogiendo los hombros.
—¡Ahh, qué mas da, no siempre se gana! —dijo sin chistar, como si perder cien dólares fuera como aventar una piedra a un río por el puro placer de escucharla caer en el agua y luego observarla desaparecer.
Al ver que su compañero gringo limpió las fichas de la mesa, Carmelo decidió hacer lo propio con el piso del área de juego. Lo hacía pensando en sus hijas, en Oaxaca, miraba al pasado aferrado a la escoba del presente. No bien lo hacía cuando escuchó —¡Espérese, paisano, no se vaya! —le dijo cogiéndolo nuevamente del brazo—. Vamos a apostarle otra vez al ocho rojo.
—No, señor, yo no puedo estar con usted —respondió rápido y escueto, como emulando a un ventrílocuo para que nadie lo viera hablar con el norteño—. Está prohibido que los empleados de limpieza tengamos contacto con los clientes, entiéndame, además hay cámaras por todos lados.
—Está bueno, paisano, yo seguiré apostando hasta que salga el pinche ocho rojo —volvió a decir, mirando a Carmelo, con un derrame en uno de sus ojos verdosos, a causa de un par de noches de fiesta—. Pero si estos güeyes le dan problemas no se apure, yo le doy trabajo en mi rancho —remató, depositándole un par de sus fichas en la bolsa superior del overol.
El paisano era de Sonora, se dedicaba a la crianza de miles de cabezas de ganado, de eso había hecho una fortuna y de vez en cuando iba a tirarse unos miles de dólares a Las Vegas. Ese día Ramiro tampoco fue a trabajar, seguía enfermo. Nuevamente Carmelo tuvo que trabajar doble. Luego de limpiar el bingo room volvió a pasar por la ruleta con su escoba y un carrito cargado de basura. Allí seguía el ganadero, se había puesto unos lentes oscuros pero seguía bebiendo escoses. Carmelo lo pasó de largo cruzando el casino hasta llegar a la pequeña puerta por la cual tenía que salir a la parte trasera y depositar la basura en los contenedores: papel con papel, plástico con plástico, latas con latas. “Pinches gringos, son reescrupulosos con la puta basura”, pensó. Aprovechó ese momento para platicar con Juan, un mesero que se había sumado no hacía mucho a la lista de los tantos paisanos que trabajan en el Frontier. El también tenía un gafete con su nombre. Fumaba
—¡Me encanta el Easter! —le dijo emocionado.
—Sí, es chingón, pero nos traen en friega —objetó Carmelo.
Juan le pegó una última calada a su cigarro y lo tiró. Luego lo aplastó con el zapato y miró a su compañero afanador.
—¡No te quejes! —espetó y entró de vuelta al casino.
El resto de la jornada se le fue limpiando la zona de slots. Al acabar, pasó a recoger la basura al área de la ruleta y el blackjack, donde visiblemente más borracho el ranchero seguía apostando al ocho rojo. Una vez que estuvo en la parte de servicios, miró el reloj; faltaba una hora para terminar su turno y tenía que darse otra vuelta por el bingo room. Lo hizo y en punto de las seis terminó. Se dirigió luego a los casilleros del personal y cambió su uniforme azul por sus vaqueros negros y una camisa de algodón a cuadros verde con blanco. Salió del Frontier por el acceso asignado para los empleados que da al estacionamiento. Como todos los días, se dirigía a su Corola cuando se encontró con el norteño que intentaba abrir, sin éxito, su troca Lobo negra del año.
—¡Hey! —le gritó tambaleándose el ranchero cuando lo vio pasar—. ¡Ayúdeme a abrir esta madre, no sea ingrato!
Carmelo dudó, pero finalmente se acercó.
—Mire, la verdad no creo que sea conveniente que usted maneje, está muy tomado.
—¡Ah, cabrón! ¿Y quién chingados es usted para decirme qué tengo y qué no tengo que hacer? —dijo el norteño, agitando con torpeza la manos.
—No, yo no soy nadie, sólo quiero ayudarle —argumentó tranquilamente—. Usted hace rato me preguntó que por cuál iba en la ruleta y yo le respondí que tenía prohibido hablar con los clientes —siguió en el mismo tono—. Ahora me pide que le ayude y lo único que puedo aconsejarle es que no es conveniente que maneje.
—¡Ah, pues sí! Ya decía yo que se me hacía conocida su cara.
Logró abrir la puerta de la troca con la ayuda de Carmelo.
—Mejor recuéstese un rato en el asiento y luego se va, al fin que el estacionamiento está abierto toda la noche, nadie lo molestará.
El ranchero movió la cabeza de arriba a abajo. Se quitó su sombrero negro de piel y se tendió sobre el asiento. Acostado siguió hablando.
—¿Sabe qué, paisano?
—¿Qué?
—Nunca salió el pinche ocho rojo… Pero si usted quiere nos regresamos para ver si sale, sólo porque usted me cayó bien, se ve que es como yo, de los que no se rajan.
Carmelo no respondió. Lo miró un instante y le acomodó las piernas dentro de la camioneta. Luego le puso las llaves en una de sus manos.
—Cuídese —dijo sencillamente—. Ya habrá otros días para apostarle al ocho rojo.
Cerró con seguro la puerta de la camioneta y se dirigió a su auto. Las luces de algunos hoteles y casinos ya se habían encendido esa tarde de verano. Algunas prostitutas ya se paseaban por los alrededores y grupos de jóvenes tomaban las calles, gritando desde sus autos descapotables circulando por las avenidas.
Media hora más tarde llegó a su casa. No había nadie. Caminó hasta la sala para derrumbarse en el sillón, adonde llegaban los últimos rayos de sol colándose a través de la ventana. Sentado ahí echó una mirada por todo el lugar, como quien llega a lo alto de una montaña y contempla un paisaje desconocido. Se rascó la barba. Pensó en el norteño, que seguía dormido en el asiento de su Lobo negra, balbuceando “osho rojjjj, osho rojjjj, oshoo rrjj”, en cómo habría de despertar al día siguiente con una resaca diabólica, abandonado y solo en el estacionamiento del Frontier; pensó que si habría alguien que lo estuviera esperando.
Encendió el televisor. Se incorporó luego para ponerse de rodillas y asomarse debajo del sillón. Ahí estaba lo que buscaba. Metió una mano para coger la agenda, se incorporó y halló en ella el número. Levantó después el auricular y comenzó a marcar.
—¿Bueno? —escuchó del otro lado.
—¡Qué pasó, compadre!


Ocho rojo, cuento que forma parte de la serie homónima. Abril 2006.

20071229

Cuarenta grados


Ves un lago como un espejo lejano, siempre a la misma distancia. Luego tienes la impresión de que miras el mar y hasta crees escuchar el tumbo de las olas agolpándose en la playa. Todo es una ensoñación. Caminas delante y detrás de otros tantos que como tú darían lo que fuera por un poco de agua. Lo que fuera, porque ya ninguno de los que quedan quiere llegar, sino nunca haber llegado hasta este lugar cuyas orlas están en algún punto de Sonora y en algún otro de Arizona.
Nadie habla. Hacerlo es acabar con la poca energía que aún guardan sus cuerpos. Sin embargo, de vez en cuando se repasan los rostros enjutos y renegridos para contarse y comunicarse unos a otros a qué distancia están de extinguirse. Deambulan sin rumbo entre nopaleras, biznagas y varas prietas, deseando encontrarse con eso de lo que un día antes se escondían: la Border Patrol. Y nada. Nadie. Sólo restos de comida, una que otra botella, que se arrebatan para sorber sus últimas gotas de agua, y ropa, o pedazos de ella, señalan el camino que antes otros habían seguido para llegar al país donde todos tienen un sueño. Tú también. Lo malo es que no llegan. La marcha insiste en prolongarse y la temperatura en subir.
Ya no puedo más, alcanza a vociferar un hombre. No bien lo hace y se desploma sobre la tierra. Un ataque fulminante por insolación; su cuerpo supera los cuarenta grados centígrados y, para refrescar la piel, se le dilatan los capilares sanguíneos. Casi al mismo tiempo las proteínas comienzan a desgarrarle los músculos, mientras su sistema se va cerrando en partes, uno a uno: el hígado, los pulmones, el corazón, el cerebro. Todo en él se detiene.
Estás muy cansado para sobresaltarte y aquel hombre, del cual sólo sabes que venía de Chiapas, te obliga a detener el paso para arrastrarlo hasta la tantita sombra de unos ságuaros plagados de mayates. Desde ahí sigues con la mirada los pasos desfallecidos del ralo grupo de trasijados que se han vuelto en el transcurrir de casi tres días errando por ese lienzo seco que es el desierto. Ya nada más son ocho de diecinueve que comenzaron el viaje. Pero sus rostros cansinos aún los acompañan. Sabes que se van repartiendo la muerte en turnos.
En este punto el viaje comienza a tomar tintes enloquecedores. Por eso desistes de seguir animando a tu sobrino, y al amigo de éste, con quienes saliste de Tlacolula. Piensas que lo mejor sería que se quedaran allí, para esperar a la migra, aunque temes que puedan morir de hambre o deshidratación. O en el peor de los casos, acabar siendo alimento de coyotes y chirrioneras. Pero no pueden dejar el cuerpo de ese hombre, del que lo único que sabes es que un día dejo un pueblo cualquiera en Chiapas. Juntos deciden sentarse debajo del sol para constreñir las horas de infierno al que, voluntariamente, se han arrojado como un manojo de almas en oferta.
Desperdigados, unos optan por permanecer lejos de los matorrales, para al menos avizorar cualquier víbora o alacrán; otros prefieren correr la suerte y esconderse del rayo de sol. Sobre sus rostros tatemados reluce el cansancio y la desesperación.
Te quitas lo tenis. Tus pies están cocidos. Un leve viento revuelca miseria y tierra. De un mezquite arrancas unas ramas para mascarlas y engañar la sed y el hambre. Tiendes tu cuerpo sobre el desierto. Están perdidos en un pedazo de mundo de más de un millón de kilómetros cuadrados.
Cómo llegamos hasta aquí, piensas mientras el sol que te enceguece comienza a esconderse en el horizonte.
Nadie responde. Todos parecen pensar lo mismo pero nadie lo dice. Te sacas de entre las nalgas los quinientos dólares y la cadenita con la imagen de la Virgen de Juquila, guardadas en un trozo de plástico gracias a la recomendación de un fulano que conociste en Altar, adonde llegaste con tus dos encargos en busca de un pollero que los guiara por el desierto. El fulano también era devoto de la Virgen de Juquila y te aconsejó que guardaras la imagen junto con el dinero extra que llevabas. No me lo tome a mal pero mejor métasela en el culo, te dijo. Luego te puso al tanto de que era tiempo de sequía y cruzar el desierto sería difícil. Eso no te desanimó, sin embargo te preocupaba lo que tantos paisanos del pueblo habían dicho: ten cuidado con los polleros, porque luego los dejan allí, abandonados, a la buena de Dios. Sí, en serio, son muy hijos de la chingada, para ellos no somos gente, sino mercancía.
Las últimas cuarenta y ocho horas comienzan a repetirse en tu mente. No sabes si deliras, pero ves arbustos y piedras dobles.
Antes de aventurarse habías dejado a tus dos acompañantes con instrucciones de comprar botellas de agua, tabletas para la deshidratación, latas de atún y frijoles. Tú mientras fuiste en busca de uno de los tantos polleros que aguardan en ese lugar. Sí, compa, yo los cruzo, evrithinsur, dijo el primero y único al que le preguntaste. Mil quinientos dólares por cabeza, añadió con cinismo. Sabías que algunos cobraban hasta cuatro mil dólares por eso no lo pensaste dos veces.
Viajaste junto a otros en una Van, sobre el camino de vados y piedras que los llevaba a El Sásabe, última parada antes de cruzar “la línea”, adonde los reunieron con cientos como tú que esperaban agazapados el momento propicio. Todavía no daban las siete de la mañana cuando ya eran arreados por un desierto que, así de entrada, lucía apacible. No imaginabas lo que los esperaba una vez dentro. Caminaban y se escondían. Y de vuelta a caminar y a esconderse. Los mantenían apeñuscados en pequeñas trincheras. Una de esas escalas forzadas duró más de dos horas. Ahí pudiste cruzar palabras con una familia guatemalteca que también apostó a la suerte, o al destino, ya no lo sabes. Vamos para Nueva York, con la hermana de mi esposa, dijo el hombre que cuidaba a su mujer y sus dos pequeñas hijas. Todavía recuerdas que las abrazaba constantemente diciéndoles que pronto llegarían. Eran campesinos. Habían entrado por la frontera de Tecún Umán-Ciudad Hidalgo, en donde cazaron un ferrocarril para trasladarse al municipio oaxaqueño de Ixtepec. De ahí siguieron a Medias Aguas y, posteriormente, al Distrito Federal, para abordar un camión a Nogales. Eso contó antes de que reanudaran el peregrinaje que duró hasta que la oscuridad más profunda jamás vista por tus ojos los alcanzó.
Esa primera noche el aullar de los coyotes fue lo único que el frío les arrimaba cuando se hizo imposible el recorrido. Además, no era recomendable ir alumbrando con linternas un camino desconocido. Lo sabías. Y no bien acababan de tenderse sobre el páramo cuando otras luces paseándose a poco más de diez metros terminaron por obligarlos a detenerse a lado de una familia de mezquites. La migra, exclamó alguien y todos cayeron pecho a tierra, calladitos, sin moverse ni tantito. Cuando la luz que se movía bailando una danza absurda los alcanzó varios se levantaron y echaron a correr, adentrándose a toda prisa en la negrura del terruño, dejándolo todo, incluso al pollero. Stop. I saw someone, escuchaste que gritaban. Oculto entre los rastrojos viste apearse de la camioneta a cuatro de los seis agentes de migración. Traían linternas en la mano y pistola en los cintos. Los que permanecieron en el interior de la patrulla siguieron la marcha con la intención de capturar a los que se fugaban. Corriste con otros del grupo por esa parte del desierto que los indios Tohono’odham llaman su valle sagrado. ¡No se separen, sigan por acá!, les dijiste apagando la voz mientras corrían entre palos verdes, huizaches y ocotillos. No pararon hasta que tuvieron la certeza de que nadie venía detrás de ustedes. Cuando se volvieron a contar ya solo eran trece: once hombres y dos mujeres. La familia guatemalteca y otros dos fueron capturados. Seguían en tierra de nadie.
Poco antes del amanecer y después de haber caminado por varias horas decidieron descansar. Pensaste que en medio de tanta oscuridad eso sería lo mejor. No bien se acomodaban al lado de un montículo de tierra cuando nuevas voces aparecieron rebanando el silencio. A ver hijos de la chingada, ya se los cargó la verga. Me van a dar todo lo que traigan si no quieren quedarse aquí tiesos para que se los traguen los coyotes, dijo uno de ellos. Esta vez no era la migra, sino un grupo de asaltantes que ocultaba su rostro con pasamontañas. Fueron ellos los que violaron a las dos mujeres. Mientras todo aquello ocurría tú y los demás permanecieron hincados frente a unos ságuaros; recibiendo puñetazos y patadas, escuchaban gritos sin poder ni querer hacer nada, entregando lo poco que les quedaba a aquellos hombres. No supiste qué hacer cuando viste que a una de ellas la dejaron inconsciente a punta de golpes. Los jirones de su cabellera negra que quedaron enredados entre las biznagas el viento se los fue llevando lentamente. La otra ni ruido hizo cuando le tocó turno. Los minutos de silencio siguientes te preguntabas por qué no los habían matado. Pensabas que tal vez los hombres habían visto a la migra cerca y se fueron rápido para no correr riesgos.
Tras lo ocurrido las opiniones se dividieron; unos querían permanecer allí, con las mujeres, para cuidarlas y esperar a la migra que podría no andar lejos; otros, a pesar del frío, preferían seguir adentrándose en el desierto, aún con la ilusión de llegar a un poblado, el que fuera. Seis optaron por lo segundo. Y avanzaron con más esperanza que fuerza. Detrás de ustedes el sol despuntaba. Todo ese día y su noche caminaron sin encontrar nada. A veces tenías la impresión de pasar por los mismos lugares, todo lo veías como un polvoriento azur que se repetía cada tanto. Mordían ramas de mezquite para extraer un poco de jugo. Así estuvieron hasta que les amaneció otra vez.
Ya empieza a anochecer. Estás junto al cuerpo de un hombre del que lo único que sabes es que venía de Chiapas. No lo puedes creer, piensas que todo es un error, un truco de la mente, un mal sueño. Debimos quedarnos con las mujeres para esperar a que la migra nos recogiera, le dices a los demás, aunque los demás no dicen nada. Todos están igual que tú, tendidos de cara al cielo, con quemaduras de segundo y tercer grado en el rostro y con los pies cocidos de tanto caminar. De pronto, crees escuchar el rumor sordo de unos motores. Dudas. Aprietas en tu puño derecho la medalla de la Virgen de Juquila y los quinientos dólares. Te esfuerzas por levantar la cabeza. A través de tus párpados entrecerrados por el sol que se esconde en el horizonte ves a lo lejos una nube de polvo que se acerca.


Cuarenta grados, cuento que forma parte de la serie homónima. Noviembre 2007.