20080211

Aquellas aves que se alejaban

A la familia Revilla

A Guadalupe Revilla lo mataron. Lo emboscaron en la cañada cuando regresaba de la cumbre con un hato de animales. El crujir enconado de las balas que le atravesaron el cuerpo provocaron el vuelo de una parvada. Con la boca inundada de sangre y tierra las miró alejarse hasta perderlas, con ellas también se le fue el alma.
Por qué lo mataron tanto tiempo después nunca se supo a bien, fue como dicen, la suma de todos los males. Dicen que le medía más el valor que el cuerpo y, aunque su fuerza se concentraba en el corazón y la cabeza, siempre llevaba ceñido un revolver de cacha dorada. Vivió estoico varios años tras la muerte de tres de sus cuatro hermanos. Pánfilo, el mayor, la única sangre que aún hervía en las laderas de San Miguel Peras, le regaló cinco reses el día que desposó con Herminia Torres, la madre de sus hijos Pedro, Alejo, Susana, Gilberta y Francisco, en ese orden. A Guadalupe desde pequeño su padre lo acostumbró al trabajo, sabía cómo despachar el ganado y descuartizarlo, con eso hizo fortuna. Logró juntar cincuenta cabezas de ganado, otro tanto de borregos y mulas, y caballos de todo tipo, a los cuales mantenía siempre en un pequeño cerro que todos conocían como La Cumbre.
Empleaba a muchos hombres en sus sembradíos de haba, frijol, maíz y papa. Por ello la rivalidad con Gonzalo Ramírez. Por eso se empezó a dividir San Miguel Peras. Los Revilla dominaban una parte y los Ramírez otra.
La palabra y el tiempo tenían para Guadalupe un valor imponderable. Antes del amanecer, cuando aún los hijos dormían y la mujer ya echaba café en la olla de agua que hervía, miraba al pie de la puerta cómo el sol, lentamente, aparecía detrás de los cerros, bañando de luz los maizales. A su lado siempre estaba Felipe, su mozo, que lo quería como a un padre. —El sol de la mañana crispa los ojos pero ensancha el alma —decía Guadalupe. Felipe sólo miraba el campo inficionarse del fuego matinal.
Antes de las siete ya estaban todos despiertos. Susana siempre lo hacía de malas,
por eso era Gilberta la que ayudaba a preparar el desayuno, era muy pegada a su madre. —Al hombre de menos siempre hay que tenerle listas tortillas de mano, frijoles y una buena salsa —le decía Herminia a sus hijas.
Mientras Pedro y Alejo ensillaban sus caballos y se preparaban para llevar a pastar a los animales, Francisco, el más joven de todos, vivo retrato de su padre, corría a mirarlo dar instrucciones del quehacer del día a Hermilio y Pancho Pérez, un par de mozos que desde pequeños estuvieron con la familia. Si no era matar puercos era despedazar las reses o llevar la carne al mercado o la cosecha.
Tras la puesta de sol, Pedro Revilla bajaba a la ciénega, lugar donde lo esperaba María Ramírez, sobrina de Gonzalo Ramírez, que repentinamente se volvió muy católica y todas las tardes le decía a su madre que iba a la iglesia. Ya en la ciénega, entrambos, conscientes de las complicaciones que podía ocasionar su romance, no dudaban ni tantito en el idilio. El cabello trenzado de María lentamente perdía su presión y el de Pedro buscaba el cielo en su alboroto. Los labios se les hinchaban de tanto beso.
Por aquél tiempo los Ramírez tenían la autoridad en San Miguel Peras, aquél que no cooperaba con el municipio tenía los días contados. Gonzalo Ramírez siempre encontraba alguna excusa para hacer correr la sangre en el pueblo.
Guadalupe nunca les pudo comprobar nada acerca de la muerte de sus hermanos, a quienes mataron en San Francisco Yococundo. Las cosas se agravaron entre ellos cuando los Ramírez se enteraron de los amoríos de Pedro y María. Por eso Gonzalo cogió con ella a la capital. Al enterarse Pedro quiso matarlo pero su padre le ordenó que no lo hiciera.
—Espera, esos están bien armados, no te comprometas, en poco tiempo les ajustaremos cuentas —le dijo.
Pedro respetaba la palabra de su padre, así que con rabia aceptó la sugerencia. A los pocos días Leopoldo Ramírez, hermano de María, encontró a Pedro y a su padre en el camino que conducía al mercado. Con la cara cerosa y la mirada picada en las cachas de entrambos, sacó la pistola en un soplo, se quitó el sombrero y la escondió detrás. Cinco veces jaló del gatillo sin acertar un tiro. Guadalupe Revilla, aparte de rápido, tenía buen tino. Ahí empezaron los problemas.
Una hora después, con el son en vilo, Odón Ramírez, padre del difunto, ardía en muina. Gonzalo también. Pero sabían que a Guadalupe el pueblo lo quería. Los mayates, aquellos que no podían entrar al pueblo, gracias a Guadalupe se ganaban unos pesos sajando la carne y sembrando la tierra. Por eso estaban de su lado. Gonzalo lo sabía.
Los mayates también eran Ramírez, los desdeñados de la familia. Hicieron fama de ladrones y anduvieron un tiempo con Amador Salazar levantando polvo y miedo en Ocotlán y Zimatlán. Los días pasaron raudos. Para Guadalupe Revilla el sol habíase trocado en un émbolo que oscilaba en su mirada. Ya no sabía de fechas. Sentía que la muerte le andaba detrás y que su familia corría peligro. Llevando con él a sus hijos varones. Un buen día hizo camino a Santa Catalina Mixtepec, para trabajar en las minas de mica, lejos del pueblo. A Herminia y a sus hijas las dejó al cuidado de su ahijado, Guillermo Aquino, quien también conocía cómo tronar la pólvora. Casi nunca erraba un tiro. Con Guadalupe lejos los Ramírez sembraron represión en el pueblo, abusaban y mataban a todo aquél que atentaba contra sus intereses. Los mayates no lo toleraron y un buen día fueron a visitar a Gonzalo Ramírez a su rancho. Allí quedó, con la cara agujerada. Ellos ahuecaron para la cumbre, era de ellos, era su terreno. Desde ahí advertían todo lo que el viento acercaba.
Odón Ramírez le cargó el muertito a Guadalupe. Su rencor creció harto, tanto que ofreció dinero para matarlo a unos hombres de Contreras y Santiago Huazolotipa. Eso a Guadalupe no le preocupaba. A los pocos días, sin deberla ni temerla, abandonó los filones y bajó al pueblo para ver los remanentes de su familia. A la par del viento corrían las noticias en San Miguel. Odón no tardó en salir a su encuentro junto con otros hombres. Los Revilla y sus mozos avistaron el ataque. Y se hizo la balacera. Odón y un par de esbirros murieron en la refriega. El resto huyó.
Casi un año pasó. La calma poco a poco se impuso. Aún así, Guadalupe y sus hijos varones seguían trabajando en las minas. Herminia y las hijas, a pesar de ser miradas con recelo, empezaban a respirar sin miedo el aire caliginoso de San Miguel; seguían, junto con algunos hombres del pueblo, trabajando los cultivos. Pero el ganado y los caballos pastaban en la cumbre de los mayates. Sin embargo, las cosas se pusieron difíciles y la mina no estaba dejando mucho, así que tuvieron que deshacerse de algunas reses. Periódicamente los Revilla bajaban un hato para venderlo a ganaderos de Zaachila. Una mañana de septiembre, junto con su ahijado, Guillermo Aquino y los mozos, Felipe, Pancho y Hermilio; y sus hijos, Pedro, el mayor y Francisco, el más pequeño, se encaminó a la cumbre.
—Después de estas no venderemos más, no nos conviene —dijo Guadalupe, mirando a Pedro, quien asintió. Traía la mirada dispersa entre los árboles que los rodeaban y el camino que los conducía. Los mozos hablaban de la Inés, una muchacha a la que Felipe enamoraba. Francisco los escuchaba. A sus 15 años ya le empezaba el gusto por las armas y por las hembras.
—Ahora que dejemos la mina me quiero casar con ella. Sembraré mi tierra y compraré unos puercos, con eso tendremos para empezar —dijo Felipe.
Ni bien decía cuando se oyó un estruendo que corrió por los cerros. A él le pegaron primero. Un balazo en la cabeza le arrebato en el acto la vida. Decenas de balas, escondidas detrás de unos troncos a un costado del camino, les salieron al paso buscando el calor de sus cuerpos. A Pancho se lo encontró un escopetazo que le abrió el rostro. El ahijado, Guillermo, fue el más castigado. Siete tiros recibió. Mientras, Pedro Revilla, con una bala alojada en la pierna derecha y otra en el hombro, corría adentrándose en el bosque. Hermilio, todo bueno, ya le llevaba distancia. Francisco, tirado de cara al cielo, desbordaba sangre por la boca. La escopeta también arremetió contra él, dejándole numerosos hoyitos en el pecho, por allí se le escapó el alma. Dicen que los Ramírez nunca olvidan las deudas. Guadalupe ni tiempo tuvo de jalarle a aquella pistola de cacha dorada. Ya en el suelo, miró a los animales desperdigarse y a aquellas aves que se alejaban.

2 S.O.S:

Humberto Sesma Vázquez dijo...

No soy crítico liteario, de modo que lamento no enrriquecer mi opinión más allá de un 'me ha gustado mucho'. Desde que estabas en El Imparcial me he deleitado leyendo tus escritos. Felicidades ahora que ingresas a los géneros literarios. Espero qu ehaya mucho más. Gracias por compartir tu blog.

ASKARI MATEOS dijo...

Humberto: Muchas gracias por prestar tu atención a este cuentito. Sin duda habrá más textos para compartir. Estamos en contacto. Un abrazo