20080302

Donde el mar se junta con el sol

Vi en la hoja del cuchillo que blandía el reflejo de mis ojos turbados antes de enterrarlo en su abdomen. Una vez no fue suficiente, bastaron no sé cuantas, las que el ánimo de conservación y la sangre perdida me permitieron antes de que me abandonara el sentido. Un par de días más tarde abrí los ojos a la luz blanca de la clínica del Seguro Social cercana al muelle. Ese muelle donde a esta hora las lanchas duermen, oscilantes, esperando a que los pescadores las despierten y suelten sus amarras, para ir a sondear con sus redes las aguas del Pacífico.
Mis días comenzaban antes de que el sol tendiera sus rayos sobre cosa alguna. Vivía en el cuarto de azotea de uno de los edificios más viejos del puerto, frente a la iglesia del Rosario, donde dicen que vivió don Hermilio, un viejo pescador que se volvió loco cuando a su mujer se la llevó el mar. Durante años varias veces intentó ir en su lancha en busca de ella. Decía que la encontraría en lo que él llamaba la eternidad: algún punto en el horizonte donde el mar se junta con el sol. La verdad es que don Hermilio tuvo suerte por un tiempo y nunca faltó algún pescador que lo detuviera en sus múltiples intentos. Pero hace algunos años que don Hermilio ya no está, creo que finalmente lo logró.
Un café de madrugada, un mendrugo sopeado y un cigarro eran mi religiosa actividad antes de salir rumbo al malecón. Bajo la luz delirante del foco y las imágenes de la Virgen de Guadalupe en la repisa; y de mi padre y mis hermanas en la fotografía colgada en la pared, circulaban en torno mío una mesa, una parrilla de gas, un catre, un radio viejo y un ropero sin puertas, en donde colgaban tres camisas y una guayabera; tres pantalones y la gabardina que usaba en las noches frías de los frentes.
Mientras pensaba en Aurora, desde mi ventana podía observar lo suficiente para llenarme los ojos de mar y cielo. Ella se fue a estudiar a la capital. Los primeros meses recibí estas cartas que conservo desde entonces. Pero siempre tuve miedo que pensara que yo era poca cosa. El tiempo es inclemente y ella no tardó mucho en comprender que su lugar no era al lado de un pescador. Aún así, todas las mañanas salía de mi cuarto. Un pequeño pasador era suficiente para asegurar mis cuantiosas pertenencias. Bajaba las oscuras escaleras intentando alumbrarlas levemente con las bocanadas desesperadas que le pegaba al cigarro en turno. Y recorría el zócalo aún iluminado por los faroles, hasta llegar al malecón. Poco a poco, el rumor del mar aletargado me crecía en el pecho; no recuerdo una sensación más placentera que ver amanecer en el puerto. Ese espectáculo de unos cuantos minutos era suficiente para sembrar en mí todos los sueños del mundo; me daba ánimos para subir a mi pequeña embarcación, soltar la cuerda que la detenía al muelle y preparar la red para sortear el día.
Del morral sacaba un par de cuchillos, los cigarros y un poco de mariguana; desamarraba el bote para echar andar el viejo motor, que de cuando en cuando me daba lata, y partía en busca de pescado y camarón, y de todo lo que el día me tuviera reservado. Mar adentro, fumaba hierba, tendía la red y esperaba. Mientras el sol lentamente comenzaba a alargar su reflejo en el agua lanzando miles de destellos, la soledad que yo encontraba en el mar me invitaba a desembocar en él recuerdos e ilusiones: pasado y futuro que cancelaban el presente. En esos momentos, por una razón que aún no comprendo, siempre pensaba en mi padre, que murió sin que yo pudiera verlo por última vez. Él no quiso saber más de mí desde que decidí esa vida, la del pescador, la del hombre que comulga con el mar, para después libar en las cantinas entre encuentros y desencuentros, guardando en el cuerpo y el alma un rosario de heridas.
El día que encontré a Agustín y a su esposa, Aurora, la misma de la que aún conservo estás cartas, yo caminaba entre la gente que se paseaba por el zócalo, contando los pesos que don Juan me había dado por dos cubetas de pescado y una de camarón. —¿Qué tal la pesca? —me preguntó Agustín.
—Bien —le dije—. Y saludé a su esposa extendiéndole la mano.
Yo ya sabía que unas semanas atrás Aurora había regresado convertida en abogada, y que estaba trabajando en unas oficinas del gobierno, me lo había dicho José, otro pescador a quien apodábamos “pan de huevo”, porque de pequeño se robaba el pan de huevo de la panadería del barrio.
Agustín había regresado ya hacía varios meses; se hizo contador y fue en la universidad que empezó a salir con Aurora. Su padre, que también había sido pescador, lo llevaba de adolescente a aprender el oficio. Fue en ese tiempo que nos hicimos amigos, incluso yo enviaba recados a Aurora con él, porque a los padres de ella no les cayó bien que yo abandonara a mi padre enfermo, dejándolo al cuidado de mis hermanas tan sólo porque me quería hacer hombre de mar. Pensaban que yo le haría lo mismo a su hija.
—¿Cómo te ha ido? —le pregunté agachando la cabeza para esquivar la mirada de Aurora.
—Bien. Creo que me voy a quedar aquí y pondré un despacho, la actividad económica en el puerto está creciendo y alguien tendrá que llevarle la contabilidad a la gente —me respondió, sosteniendo a Aurora por la cintura.
Ahora resulta que éste imbécil se da cuenta que la actividad del puerto está creciendo, cuando no se cansaba de decir que no veía la hora de largarse de esta mierda de lugar y dejar de oler a pescado todo el pinche día. ¡Qué gran favor le haces a la gente quedándote y qué miserable me haces la vida!, pensé indignado. Pero fingí con una sonrisa mi disgusto por la noticia.
—Me da gusto por ti —le dije—. Ahora que compre mi primer barco te buscaré para que lleves la contabilidad de mis ganancias —insistí con sarcasmo.
—Por supuesto, yo soy el indicado. Pero que sea la otra semana porque esta noche me voy a la capital y no me da tiempo hacer un estimado de tu fortuna antes de irme —me respondió—. Y se echó a reír.
Me dio rabia y le quise arrancar la cabeza con ese machete con el que pelaba los cocos aquellas tardes que me tiraba a la sombra de las palmeras para fumar un poco de hierba. Pero en alguien tenía que caber la prudencia. Aurora se percató de que los ánimos se empezaban a caldear.
—No dudo que pronto puedas comprar tu barco —dijo ella al ver que las cosas no estaban tomando buen rumbo, lo cual me apenó mucho.
—Sé que mi primo Alberto está vendiendo uno pequeño que le ha dado muchas ganancias, ahora quiere comprar otro más grande. Le voy a decir que tú estás interesado y quizás se lo puedas ir pagando poco a poco —continuó.
—Pues si es en esos términos yo podría tener una posibilidad —le contesté humildemente, sabiendo que para que pudiera juntar una cantidad decente era necesario abandonar mi estrambótica vida de cantina.
Realmente había pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos, yo ni siquiera podía mirarla a los ojos, aquellos ojos en los que me extravié horas enteras como si estuviera anclado en la arena. Además ese desgraciado de Agustín era capaz de hacerme sentir como esos trozos de palmera que van dando tumbos por la playa al placer de la resaca.
—Bueno, bueno, entonces si me necesitas me buscas —interrumpió Agustín al mismo tiempo que me extendía la mano.
Aurora me echó un vistazo de soslayo y tomó del brazo a su marido. Yo los miré alejarse hasta que desaparecieron entre la gente. Toda esa tarde no hice otra cosa que pensar en ella, la que nunca se fue y que aún tenía en la mirada una luz de faro angustiado a punta de tanta tormenta.
Esa noche, como ya era costumbre, fui a la playa, me senté en la arena y prendí un cigarro. El mar estaba agitado. Tras unas cuantas bocanadas apareció Aurora con un vestido largo que parecía el viento arrancaría de su cuerpo. Caminaba descalza sobre la playa. La resaca de las olas corría detrás de sus pies con una vehemencia desconocida, como si una extraña hambre de carne las inficionara.
Por un momento, pensé que mi mente me jugaba una broma, a veces la mariguana nos hace ver cosas y, después de todo, la noche y las olas suelen atraer imágenes inesperadas, extrañas visiones metafísicas. Dejé que se acercara a mí lo que hasta ese momento pensaba que era una ilusión. Descubrí que sí, era ella, el hálito que emanaba de su cuerpo me lo decía.
—¡El mar y el rumor de las olas!—dijo—. Y respiró tan profundo como si con ello fuera capaz de guardar en sus pulmones el mundo entero.
Yo estiré los ojos al horizonte, allí donde decía don Hermilio que está la eternidad. Su mano rozó mis cabellos. El viento soplaba fuerte. Siempre he creído que cuando más fuerte sopla el viento es porque está desesperado y busca decirnos algo. Aurora caminó por detrás, se sentó junto a mí del lado contrario al que llegó. La miré sin poder creerla cierta. Ella sonrió. Miramos el mar por no sé cuánto tiempo.
Esa misma noche, mientras Agustín viajaba a la capital, nuestros cuerpos se reencontraron con locura, como si supieran que sería la última vez. Al amanecer se fue como cuando baja la marea y deja ver las rocas de la playa, abandonándolas al rigor de la intemperie.
Aurora, el mar, el viento; las madrugadas subsecuentes no fueron muy distintas a las demás, salvo aquella del 19 de marzo, la del día de mi santo; curiosa coincidencia para alguien como yo que a duras penas y creía en sí mismo. El sol aún no despuntaba cuando recorrí con una extraña calma los dos pasillos y bajé las escaleras para salir de aquel viejo edificio. Llegué al embarcadero y desaté mi lancha. Por no sé qué suerte la cuerda estaba anudada de una manera imprevista. Tuve que sacar de mi morral el cuchillo para cortar la cuerda y lo clavé en el borde del bote.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó una voz que desconocí, al tiempo que, empuñando un trozo de acero, salía de la oscuridad que hacían unas pilas de bultos de frijol. Era Agustín y la verdad desnuda.
Pude ver la muerte en sus ojos apenas iluminados por la luz perdida de los faroles. Mis labios dejaron caer el cigarro que había encendido en el camino, ahogándolo en un pequeño charco. Impulsado por el instinto, estiré el brazo y le arranque el cuchillo a la madera de mi lancha. El cuerpo ebrio de Agustín se abalanzó sobre el mío y dejó ir en mi vientre su filo. No recuerdo haber sentido dolor alguno, pero sí un calor que me quemaba el cuerpo. La muerte que vi en sus ojos no era la mía.
Pan de huevo me visita de vez en cuando. Desde hace cinco años que me dijo que Aurora se había ido del puerto no volvimos a hablar más de ella. Pero ayer me vino a ver otra vez. En cuanto lo vi aparecer por el pasillo que conduce al área de visitas, supe que algo había ocurrido. Todo ese día el viento estuvo soplando fuerte. Yo conozco al viento. Me dijo que Aurora había muerto de no sabe qué enfermedad; que trajeron sus cenizas para echarlas al mar. Yo, aunque nunca más la vi, conservo sus cartas; a través de ellas he podido escuchar el rumor de las olas agolpándose en la playa. Ahora ya faltan sólo unos días para abandonar este lugar. Apenas hace una semana no tenía claro qué haría saliendo de aquí. Ahora sé que en cuanto lo haga iré en busca de la eternidad, quizás también lo logre.

6 S.O.S:

Diego A. R. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Diego A. R. dijo...

Askari:
1) La palabra "metafísica" está mal usada. No caigas en el mismo error que la mayoría de las personas. Es en sí un concepto, y, si lo tienes claro, notarás que no se puede aplicar a "visiones", al menos no como tú lo haces. Mi sugerencia: cambia la palabra. Usa una que no sea un concepto en sí.
2) El cuento tiene buen manejo del tiempo.
3) Checa el uso de la lengua. No es malo, pero podrías pulirlo y hacer de todo el cuento algo mejor.
4) El epígrafe, como cualquier cita textual, se pone en itálicas. Además Rimbaud está mal citado. Rimbaud escribe "Éternité" con mayúscula, cambiarlo resta importancia a la palabra. No respetaste la versificación. En el último verso de la estrofa, además, escribiste "la mer méllée au soleil", o "la mar quemada al sol", cuando el verso, en el original, dice: "la mer ALLÉE AVEC le soleil", o "la mar ida con el sol", o "que va con el sol". Supongo que no sabes francés, por eso no lo notaste, pero es importante corregirlo. Incluso si hubieras citado correctamente a Rimbaud, creo que el epígrafe le queda grande al cuento. Usar epígrafes es un Arte en sí. Aprende a dominarlo.

ASKARI MATEOS dijo...

Muchas gracias, mi estimado Diego. Tomaré en cuenta tus recomendaciones. Y sí, no sé francés y el epígrafe (del cual llegué a pensar lo mismo en cuanto que le queda grande al cuento) lo copié tal cual de una antología de Rimbaud, supongo que no todas son confiables. Nuevamente gracias por tomarte el tiempo. Yo también he visitado tu blog, pondré un link de tu blog en el mío

Menu para hoy dijo...

Muy bueno, este me gustó mucho más que otros, hay otro por ahi que me perdi realmente con los personajes. SEgui asi, gracias por compartirlo!!

un beso desde neuquen
Marina

Luisru dijo...

Hey¡Gracias por el enlace

ITZEL MUNGUIA FRIAS dijo...

Buen cuento, me gusto mucho el ritmo como de olas con que lo narraste.
Saludos lacra!!