20080918

El Parque del Amor

Benjamín despierta y todo sigue oscuro. Un par de libros en la mesa, trozos de pan y trastes de plástico sucios. Salvo el teclado de viento, las dos sillas, la cama, un radio viejo y la cómoda sin puertas, no hay más en ese pequeño cuarto al sur de la ciudad. Deja la cama y se acerca a la mesa para comer algo. A tientas coge un pedazo de bolillo. Lo acerca a su nariz. Lo muerde. La textura crujiente se va haciendo masa chiclosa con sabor a sal y levadura. Encuentra el cartón de leche. Olfatea. Sorbe hasta dejarlo vacío. Escucha en sordina una cumbia mezclándose con el llanto triste de un bebé. Provienen del cuarto contiguo. Un poco más lejos se enciende el motor de una licuadora y cesa unos segundos después. Jala una de las sillas y sube en ella para abrir la pequeña ventana. Gritos de niños entrando al kinder frente a la vecindad resuenan en las concavidades de su cuarto. Los atestiguaba con añoranza. Sonríe. Sabe que ahora sus piernas se mueven lentas, pero recuerda que no hacía mucho tiempo él también corría y jugaba y gritaba. Decide no bañarse porque hace frío y no tiene con qué calentar el agua. Confía en que tal vez eso le traerá suerte. A unas cuadras la campana del templo comienza a llamar a misa. Veintiún campanadas. Un mensaje celestial dirigido a él, con sus veintiún años. Se cambia de ropa porque duerme con la misma que ha usado durante el día. Se pone los viejos tenis. Tropieza con una de las sillas antes de salir con su teclado terciado al patio compartido con otros catorce inquilinos. Una vez más su camino es obstaculizado por una telaraña de mecates de donde penden ropas de todo tipo. Su andar es más lento que de costumbre por la negligencia del municipio. No tiene de otra.
Las bocinas de los coches han dejado de ponerlo nervioso luego de un año viviendo en la ciudad. A las diez tiene que estar en la Biblioteca Jorge Luis Borges. Antes pretende hacer unos cuantos pesos para comprar una torta de quesillo con doña Mary. No le gusta llegar con el estómago vacío. Piensa que sus compañeros y la maestra Lanchis pueden escuchar el sonido de sus intestinos devorando los restos de pan y lo que le queda en el estómago de la cena anterior: memelas con asiento y queso en la esquina de su casa. Sólo en contadas ocasiones se da el lujo de comerse una tlayuda. Sabe bien que los caprichos no son para los pobres, su madre se lo dijo el día que no le alcanzó el dinero para comprarle unos carritos de plástico en el mercado del pueblo.
Vacila por una de las orillas del Parque del Amor antes de abordar el primer camión. Percibe que hay más tráfico que de costumbre. Recuerda que el día anterior los maestros anunciaron una megamarcha que partiría con rumbo al Centro Histórico de uno de los tantos monumentos a Benito Juárez que hay en la ciudad. Sus clases no serán interrumpidas por el paro y podrá presentar el examen final para el que ha estado estudiando toda la semana. Si lo pasa en un mes recibirá su certificado. La ciudad no le gusta. Tal vez podrá regresar con su familia. Extraña las historias que cuenta el abuelo. La temperatura de la mano callosa de su madre acariciando su cabeza. Echa de menos el olor del campo de azucenas. El mugir de los becerros y el cantar de los gallos. Las notas de la banda ensayando en el atrio del templo perdiéndose en la cordillera de cerros. Su perro ladrándole a las veredas y al caudal del río. El humo que recuerda Benjamín es el de la leña con la que se cuecen los frijoles y las tortillas de mano. El de la roza para preparar la siembra. No el de los autos circulando a toda prisa por el periférico o el que trae el viento por las noches cuando los manifestantes queman barricadas o camiones en las calles. Sin embargo, eso de extrañar le dura poco. Puede recurrir a sus lugares en cualquier momento, sin prisa. Ahí están todo el tiempo, en su mente. Ahora debe concentrarse en la construcción de las oraciones: sujeto, verbo, predicado, modificador directo, modificador indirecto. Pronombres personales: mío, tuyo, suyo, nuestro…
Busca el puesto de dulces de Elvira. No lo encuentra. Ella viene varias cuadras atrás empujando un diablito cargado con su mercancía. Un par de huacales y una tabla. La imagina acercándose. Piensa en su voz adolescente. El cálido tono de esa voz honesta que se entrecorta cuando despacha. Que de pronto parece vibrar como un pájaro atrapado en un puño cuando se dirige a él y le preguntaba qué es lo que le enseñan en la escuela. Elvira no sabe leer ni escribir. Apenas y tiene cabeza para hacer cuentas de cuánto cobrar por tres cigarros sueltos, dos chicles, una paleta y un chocolate. Él le platica todas las mañanas. Repasan juntos las tablas de multiplicar. Se saben perfectamente hasta la del ocho. Conocerla con exactitud a partir de su voz le da confianza. Decide sentarse a esperarla en una de las bancas que encuentre vacía. Primero tiene que dar una vuelta y salirse de la ruta acostumbrada. Desde que entró la Policía Federal a la ciudad cada vez son menos los camiones que circulan. Piensa que tal vez no es buena idea subirse a tocar en uno pues con seguridad vendrá atascado de gente y le costará trabajo desplazarse a la hora de pedir la cooperación. Durante la luz roja del semáforo escucha en la radio de algún auto que la megamarcha avanza lenta por casi un kilómetro del periférico. No muy lejos de donde se encuentra. Elvira está cada vez más cerca de la esquina del Parque del Amor. Hace menos de seis meses que instala su puesto. Camina de prisa pensando que tal vez sus padres, que para esa hora ya reparten nicuatole y arroz con leche en los comercios de la zona, se enojarán con ella por llegar tarde a ponerse.
Los camiones van a tope. Los conductores rebasan automóviles para subir a la mayor cantidad de gente posible y recorrer las rutas en menos tiempo. El ruido de las bocinas pitando en todas direcciones opaca incluso el de los motores. Uno de ellos viene pidiéndole a la gente que se acomode. Atrás hay lugar. No está de buen humor. Hay carga de tráfico en el crucero del Parque del Amor. Además, los de la compañía de camiones recortan personal cada vez que pierden unidades. Unidades que, si es que las llegan a ver de vuelta, regresan grafiteadas y con los vidrios rotos cuando bien les va. Teme, como todos los demás conductores, que los manifestantes tomen la suya.
A pesar del sonido de las bocinas inundándolo todo, Benjamín repasa algunos datos en su cabeza para el examen que hará en unas horas: gerundio, ando, iendo… Tiene hambre. Antes de empezar a trabajar quiere escuchar la voz de Elvira. Ella aparece con su carrito de mandado a cuestas del otro de la calle. Al verlo le grita a por su nombre, supone que la está esperando. El conductor pega su camión a la banqueta y acelera para levantar a alguien que le hace la parada a media acera. Benjamín olvida que se ha salido de su ruta habitual al sentarse en esa banca. Se levanta para encontrarse con Elvira. La negligencia del municipio que le negó un bastón nuevo le impide darse cuenta de que bajará la banqueta.

Cuento publicado en la revista Este País

2 S.O.S:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Hola Askari: no había tenido oportunidad de leer con mayor detenimiento El parque del amor, y ahora que lo he hecho me deja un grato sabor de boca o un tintineo suave en el oído, como sucede con toda la ambientación y descripciones. Aprovechas la invidencia de tu personaje para darle vuelta de tuerca al cuento y eso me parece atinado. Tal vez el ritmo, sostenido con el uso exclusivo de puntos y seguidos, me lo hace un poco cansado. Pero creo que va muy aparejado a la parsimonia del personaje. Bueno, en fin, no soy un experto y felicidades por haberlo publicado en Este País. Saludos

Incitatus dijo...

Y la negligencia que mata al unísono de una ciudad que es muda, ciega y sorda.

Saludos, me gustó tu espacio.