20090803

La mariposa púrpura

Me puse a mirar a una güera de ojos azul claro y cabello corto que cruzaba el zócalo. Iba librando obstáculos en compañía de otras dos güeras, un poco gordas, pero con mochilas idénticas. No me llamó la atención su blancura translúcida, sino la mezcla de asombro, desprecio y compasión en sus rostros al descubrir el paisaje. El paisaje éramos nosotros. Lejos habían quedado de ser atractivos los restaurantes de los portales, la catedral o el inútil monumento erigido justo enfrente a ésta para quién sabe qué héroe de quién sabe qué batalla. Además, como el gobierno tumbó varios laureles cuando remodeló la plaza y sembró en las jardineras centenares de plantitas, que tristemente han ido muriendo, a los turistas no les quedaba de otra que mirarnos en medio de pintas, lonas, carteles, mantas y casas de campaña improvisadas. 
Sí, allí estábamos de vuelta. Dispersos. En compañía de maestros de todo el estado y otros tantos que como nosotros se unieron a la lucha. Yo aún no tengo claro por qué lo hice. Quizá para hacer bulto y aventarles piedras y molotovs a los ojetes policías municipales que levantaron a madrazos el plantón la primera vez. Tal vez estaba aburrido por el paro de clases en la prepa, porque ni parientes maestros tengo. Creo que lo que me movía a estar ahí era la pinche adrenalina. Después de todo era placentero tomar la ciudad, destrozarlo todo, reescribir la historia sobre la arquitectura de uno, dos o tres siglos atrás. Lo cierto es que al final descubrí que las consecuencias de algunos actos sólo se hacen evidentes una vez que culminan. Mientras tanto uno se hace de la vista gorda, porque de sobra sabe que el futuro siempre fracasa. 
Las güeras nos pasaron de largo. Yo, con mi bastimento de bombas formaditas, y oliendo a gasolina, ni para acompañarlas a buscar hostal. La que estuve mirando tenía tatuada una mariposa púrpura que daba la impresión de revolotear alrededor de sus nalgas, las cuales imagino más blancas todavía que su rostro. Un compañero que también les echaba ojo me dijo, mientras amontonaba piedras y reforzaba con cinta de aislar su resortera, que si los del gobierno fueran inteligentes propondrían un turismo alternativo: “En vez de la Ruta Dominica, a cambio de cien varos deberían darles su pedazo de cartón, una molotov y ponerlas a que pasen la noche en una casita de campaña, de las de nylon, para que se sientan revolucionarias, pinches güeras”. Y es que a pesar de todo el desmadre no dejaban de llegar extranjeros a Oaxaca. Quizá no hubiera sido mala idea comercializar la desgracia. 
Pero esa noche sí estuvo cabrona. Por ahí de las diez nos llegó el pitazo de que nos echarían un comando para recuperar las instalaciones del Canal 9 y la estación de radio. Ya no se sabía si creer o no porque todas las noches era la misma chingadera. Puros pinches calambres para que nos estuviéramos quietos. Sin embargo había que estar alertas, así que el gordo nos mandó como a treinta de nosotros a la Plaza de la Danza, frente al Palacio Municipal, para resguardar esa entrada. A otros tantos los envío a hacer lo mismo en el cerro del Fortín. Ahí íbamos todos, bajo el escrutinio habitual de la poca gente que transitaba, con cierta embriaguez de euforia paranoica carcomiendo nuestras la lenguas. Recuerdo que me ardían los ojos. No sé si a causa del viento que corría revuelto con el gas lacrimógeno de días anteriores, o por la gasolina, la pólvora y el sudor, o tal vez todo junto. No bien habíamos instalado la barricada cuando unos compañeros bloquearon la calle de Crespo con unos camiones que secuestraron. Ya habían puesto un par de ellos en calzada Tecnológico y otros tantos en la carretera que pasa a las faldas del cerro. Los vi tapar también Morelos desde el campanario de la iglesia de San José mientras le amarraba un mecatote a la campana para avisar cuando se apareciera la municipal. Los campanazos y los cohetones incitaban a los vecinos a echarnos la mano. Más tarde, de los urbanos bajamos costales con arena, piedras y llantas viejas a las que les prendimos fuego. Para obstaculizar el camino quebramos la cantera de la plaza y apilamos grandes trozos sobre Crespo y Morelos. No sé quién trajo la mesa de madera y los rollos de malla ciclónica, pero en ese momento cualquier cosa nos era útil. Hubo quien colocó hasta un catre con todo y colchón. 
Pusimos a calentar agua para hacer café y nos sentados alrededor de una pequeña fogata. Escuchábamos atentos la radio en un aparato más viejo que Monte Albán. El locutor hablaba de reforzar el movimiento y daba instrucciones para llevar a cabo mega-marchas, tomas de dependencias públicas y bloqueos de carreteras en los siguientes días. Hasta que el gobierno notara que nuestra presencia no le daría tregua. Dijo que el ataque era inminente, que estuviéramos preparados. Fue entonces que comencé a jalar de la cuerda. La campana sonaba violentamente. Un compañero soltó cohetones que al estallar en el cielo nublado repetían su sonido seco en los callejones del barrio. Otros dos corrieron con una garrafa de gasolina rumbo a Crespo para prenderle fuego a uno de los camiones. Alguien más atizaba la barricada de llantas con las patas de la mesa. Con bazukas de pvc, molotovs y resorteras en mano, el resto apostaron sus ojos inquietos sobre Morelos. Se habían cubierto el rostro para evitar la humareda y no ser captados por el ejercito mediático que documentaba el movimiento. 
Los cohetones reventaban sin parar. La columna de humo crecía mientras el camión se hacía un enorme fósil urbano, una herida social que al día siguiente la clase trabajadora padecería. El fuego se volvió un dios y nosotros los paganos que expiarían la historia, o la memoria, en un puro acto de fe, o de estupidez. Su reflejo en nuestras pupilas nos enardecía. Sin embargo, ese pinche fuego y su entraña de furia nos daba la mismita certidumbre que dan los abismos, los torbellinos y los huracanes. Por un momento, mientras contemplaba las llamas que consumían al camión, pensaba en ese par de nalgas blancas, en aquella mariposa púrpura. Ya no sabía si era yo quien jalaba del mecate, pero la campana seguía sonando. 
El humo inundó mis pulmones. Me sudaban las manos. El locutor nos mantenía alerta, pero allí no escuchábamos nada que no fuera el crepitar de la lumbre, los fierros y la madera venciéndose, los pasos apurados de otros compañeros sobre el empedrado. Nos hicimos más, el doble, creo. Algunos vecinos se nos unieron con palos y tubos. Nuestro nerviosismo se tornaba en sombras gigantes que bailaban en las paredes de cantera del templo. Mensajes de texto iban y venían en los celulares: debíamos estar atentos por si atacaban las barricadas. Y nada. 
Hasta poco después de las tres de la mañana no hicimos otra cosa que repasarnos las caras entre volutas de humo. En profunda calma, pero con una inquietud terrible, comimos bolillos y tlayudas remojadas de salsa y frijoles que alguien nos trajo. Aticé el fuego, ya con mi playera amarrada al cuello, para cubrirme la boca e infundirme el anonimato necesario de un héroe irresoluto que abriga orgullosamente la convicción de sus actos. El locutor seguía llamando a la gente a proteger la estación desde donde transmitían. 
El humo se hizo una cortina pesada, por eso no vimos cuando se acercaron las motocicletas, pero sí escuchamos sus motores, el tracatraca de la metralleta con la que nos disparaban. Unos compañeros bajaron por la iglesia de La Soledad para salir a Avenida Independencia. Yo, junto con otros, corrí sobre Morelos, en sentido contrario de donde llegaron esos cabrones. No pudimos hacerles frente, porque además pasaron hechos la raya, pero aventamos algunas de mis molotovs y uno que otro bazukazo, aunque fue sólo para hacer ruido. Hijos de su puta madre, así fueron tirando balas por donde se encontraron barricadas. Eran municipales y porros, no supe cuántos, pero no muchos. Poco a poco regresamos a nuestros puestos. Nadie salió lastimado, a excepción de un compañero que se abrió la cabeza al caerse de las escaleras de la iglesia de La Soledad mientras huía. Alguien llamó a la radio para avisar que nos habían atacado. El locutor corrió la voz. Nuestros corazones revolucionados latían a un ritmo distinto de aquellos que dormían, pero al mismo que el del fuego que ardía a unos metros. Nada nos intimidaba. Era el fuego. Su ardor nos llenaba de valor. No pensábamos, esperábamos, cualquier cosa, sin saber del tiempo ni de las consecuencias. 
Los mensajes de texto seguían llegando. El gobierno mandó a otros hombres a balacear los aparatos de transmisión en el cerro del Fortín y a todo el que se atreviera a impedirlo. Algunos compañeros se movilizaron para resguardar las antenas. Pero ya era demasiado tarde, la señal se había cortado. El sobresalto de unos minutos cedió al silencio de los templos iluminados por un fuego menguante. Pero la tensión duró un par de horas más. 
La radical evolución del color del cielo nos trajo de vuelta. El urbano ya era puros fierros humeantes: un dinosaurio cuyos restos nadie se ocuparía en rescatar, la imagen de la batalla que junto con otras tantas completaría las galerías de los diarios. Sólo el gimoteo de un anciano y las veladoras olvidadas a las puertas de la iglesia de San José rendían un último tributo a la noche derretida por las llamas. No había más café, pero comenzaban a escucharse algunos rumores: la ciudad despertando del largo sueño que vigilamos un puñado de hombres y mujeres al que muchos se empeñaban en llamar facineroso. Agotados, los más se dispersaron, los restantes echamos agua y tierra al agonizante fuego de la barricada. Las enormes llantas y la madera se hicieron un recuerdo de tizne en el pavimento, como las pintas en la cantera de todo el centro se hicieron voces intentando hacer transparente lo que otros habían estado reprimiendo. La radio era puro ruido blanco. Mensajes de texto llovían en los celulares, dando las instrucciones de lo que debíamos hacer en respuesta: tomar a primera hora cuantas estaciones de radio pudiéramos. 
Media docena de nosotros regresamos al zócalo. Mantas, lonas y carteles habían cubierto la totalidad de la plaza. En uno de los costados, un televisor y varios botes de basura humeaban. Éramos como astronautas visitando por vez primera un planeta asolado por un cataclismo e infecto de gases. Subimos al kiosco con la derrota en las pupilas. Desde ahí me puse a mirar a la güera de ojos azul claro y cabello corto. Ahora reía a carcajadas. Iba trastabillando en compañía de las otras dos güeras y de tres hombres que las olfateaban mientras las cogían por la cintura. Esta vez ninguna de ellas reparó en el paisaje. La mariposa púrpura daba un último revoloteo antes de perderse en su santuario. 

Cuento publicado en la revista Metapolítica